Cuando recuperamos la noche

Selva

Es la primera vez que voy en metro. ¡Cuántas personas hay a mi alrededor! Me cuesta mantenerme sereno. No tendría que pasar por este mal trago si Igor, mi mayordomo, no hubiese descuidado sus labores.


―Todo estará en orden ―aseguró―. La limusina nos la devolverán del taller un día antes del Congreso Internacional.


―Por si acaso, ten preparado el Rolls ―le advertí.


Pero la limusina sigue en reparación, y el Rolls se ha quedado parado a medio camino sin causa aparente. Encima, como también se celebra el Mobile World Congress, no he podido encontrar ningún taxi libre. Barcelona está colapsada. Entonces, a Igor se le ha ocurrido:


―Coja el metro, señor. Es rápido. Colóquese en un rincón para que no le apretujen mucho y no abra la boca. Así se evitará problemas.


¡Cómo si fuera tan fácil! El vagón está cada vez más lleno. La gente no respeta mi espacio. ¡Me están arrugando la levita!


―¡Mamá, mira que señor tan feo!


 Solo me faltaba el niñito. Quizá, como me sugirió Igor, debería haberme maquillado un poco. Mi marmórea palidez, en esta deslumbrante ciudad mediterránea, llama bastante la atención. Como los espejos no quieren tratar conmigo, confío siempre en que mis maneras distinguidas realcen el innegable atractivo de mi buen porte. En épocas más sabias, mi arrogante elegancia embellecía mis rasgos angulosos. Todos quedaban prendados de mí al instante. ¡Con qué facilidad los hipnotizaba y eran míos!


―¡Feo, fantasma!


El chavalín está para comérselo.


―¡Requetefeo!


Y la mamá, también, por reñirle con tan poco brío.


―¡Toma, feo!


―¡Aaaaay!


Todo ha ocurrido muy rápido. Patada en la espinilla, inclinarme de manera instintiva para agarrarme la pierna y liberarse mis enormes colmillos, junto con el grito, a la altura de la cara del maleducado niño. Sus chillidos de espanto echan encima de mí a la madre, ahora convertida en una fiera. Opto por bajarme en la inminente parada.


Sentado en un banco, en el andén, mientras espero el siguiente metro, reflexiono. Este contacto con la humanidad, después de tanto tiempo encerrado en mi mansión, me induce a proponer la vuelta a nuestras antiguas costumbres en la ponencia que voy a presentar. ¡Basta de escondernos! ¡Recuperemos la noche! ¡Volvamos a dominar los elementos! ¡Descarguemos tormentas, hagamos restallar truenos, alcemos densas nieblas que amparen nuestra presencia! Nuestros ojos ven en la oscuridad; nuestro oído detecta el caminar de un gato. ¡Somos tan veloces como una pantera!


Excitado, me pongo en pie y me acerco a un grupo de personas sin contener mi magnetismo natural. Me complace sentir su nerviosismo, la aceleración de su sangre. En mi interior, grito: «¡No más morcillas de remolacha!». Es cierto que, como la mayoría, voté la última vez a favor de dejar de nutrirnos de animales. Opiné que había que premiar su obediencia. ¿Acaso no vendrían las ratas si las convocásemos? ¿O los murciélagos y lobos? En todo caso, solo hay que ver a Igor para comprender por qué lo hice, con su cabeza alargada como la de un equino, sus ojos ovejunos y su cuerpo de lagartija. Hasta ahora, siempre me había servido bien, y creí que se lo debía. Pero he cambiado de opinión. ¡Carne fresca es lo que necesitamos! Ricuras como ese niño y su madre; un mordisquito de vez en cuando les rebajaría los humos y la tensión sanguínea.


Igor será el primero. Espero no llegar tarde al Congreso Internacional de Vampiros.

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