Todas las mañanas
Todas las mañanas sigo el mismo ritual, me despierto a la vez cuando a mi compañero de piso le suena la alarma del despertador, nos quitamos las legañas, desayunamos y nos arreglamos para ir a la oficina. Yo tardo poco, a él siempre lo tengo que esperar, reconozco que es un tardón.
Curiosamente ambos vamos juntos al mismo lugar, por lo que tomamos el metro.
Llegados a la estación, allí hacemos trampa, sé que no deberíamos, pero tanto al ir como al volver pasamos con un solo billete validado. Nadie nos dice nada, ni el taquillero, ni el de seguridad que sobre todo a mí me mira amablemente y a veces hasta me hace ojitos, pero ese es otro tema que no viene a cuento.
Nosotros siempre cogemos el último de los convoyes. Ya en el vagón observamos a los desconocidos que andan en su interior. Esos no conocidos ya son para nosotros más conocidos, pese a no saber nada de ellos, compartimos una media hora en el mismo espacio.
Siempre andan cabizbajos, y con la cara brillante por la luz de sus dispositivos, algunos hasta con tapones en los oídos aislados ya de todo. Ausentes a los que los observamos.
A veces jugamos a imaginar qué hacen en la vida, a qué se dedican, en qué sueñan, si habrá alguien que les espere en su regreso... en fin, cosas de la vida mundana, pero lo cierto es que todo es pura especulación, más que nada inventiva nuestra. Parece que así se hace más ameno y agradable el trayecto.
La mayoría de los “conocidos” baja en la anterior a la nuestra, es la parada céntrica de la ciudad, entonces sí, entonces es cuando les vemos los rostros ya con otro tipo de luz, la directa y artificial de los fluorescentes Phillips del vagón.
Algunos andan alegres, otros con cara de circunstancia, otros siguen cabizbajos con sus teléfonos y los hay que no sabemos ni cómo van, será porque hoy es viernes y salieron de fiesta ayer.
Llegados a nuestra estación, salimos y nos recorremos media Gracia. Mi compañero, que es muy de bollería, siempre se compra algo para la oficina en una panadería del barrio de toda la vida. Yo reconozco que soy más de galletas saladas, pero ésas ya las llevamos de casa.
Las horas en la oficina, al menos para mí, se me pasan volando. Él anda con sus asuntos de papeleo, lo mío es más de observar y reflexionar, es decir, más bohemio, sin ánimo de ofender al colectivo, así que mucho más relajado.
Acabado el día, él agotado y yo aún con energía, cosa que nunca entenderé, deshacemos el camino trazado rumbo al metro de nuevo.
En esta ocasión es un músico que toca el acordeón de manera extraordinaria el que me hace carantoñas, qué raro, me hace sentir el artista.
En el vagón ahora hay otros rostros iluminados, también desconocidos bien conocidos, pero estos de la vuelta a veces son distintos dependiendo de la hora de salida de la oficina, eso si éstos y aquellos no dejan su ritual de cabeza agachada y caras alumbradas.
Pero hoy no todo está iluminado, los viernes es el único día que veo a grupos de jóvenes sin el cuello torcido, eso sí, sustituyen sus aparatos por bolsas repletas de hielo, botellas y vasos de plástico.
No sé de dónde vienen ni adónde van, pues subimos cuando ya están y bajamos antes que ellos.
De regreso, mi compañero de piso compra algo para cenar en el súper, yo ya lo tengo en casa, quizás sea más previsor, quizás mi condición de perro me simplifique la vida.