Nada ha cambiado
Suena el despertador. Como cada día, voy al baño, me lavo la cara y me miro al espejo. Nada ha cambiado. Vivo en el mismo mundo que ayer. Después de vestirme y salir a la calle, veo lo mismo que cada día, gente callada y, de nuevo, como cada día, callo con ellos. Entro en el autobús en que me monto religiosamente cada mañana y vuelvo a mirar mi reflejo, esta vez en una de las ventanas. Una extraña sensación recorre mi espalda, algo ha cambiado, lo noto, el cristal refleja un “yo” diferente, hoy va a ser diferente.
No sé exactamente qué ha pasado hasta que el conductor con el que me cruzo cada mañana para el autobús, salgo de él y me dirijo a la puerta del colegio donde mis amigos y yo estudiamos, allí es cuando me doy cuenta. Me cruzo al profesor que cada día repite la misma clase, durante la cual los alumnos se pasan una hora copiando apuntes en silencio, sin energía, con la única presencia de una brisa de desaliento que recorre el aula, paralizando cada alma y sumiéndola en el tedio de una clase apagada, sin ritmo, pero esta vez, al contrario que he hecho los últimos 17 años de mi vida en los que he reprimido mi opinión para no ofender a nadie, me acerco a él y, en medio de un rebaño de estudiantes listos para entrar, se lo digo. Me desahogo, le manifiesto la opinión que todos sus alumnos callan por miedo y mi cuerpo no es capaz de expresar más que una sonrisa de oreja a oreja. El profesor, atónito ante mis palabras, rebrota el silencio que mi cruda intervención había roto y, fingiendo que nada ha pasado, regresa dentro de la escuela tras ordenar a los alumnos que entren.
El día sigue, pero la sensación que recorrió mi espalda en el trayecto a clase continúa ahí. Subimos de vuelta a clase tras pasar 30 minutos de recreo en el campo de baloncesto de la escuela tras escuchar el paso del metro que, puntual como siempre, nos alertaba de los escasos minutos de disfrute que nos quedaban y me doy cuenta de que un compañero ha vuelto a traer el mismo jersey que trae cada día. Nadie nunca se ha atrevido a decirle la realidad, pues él está enamorado de ese feo y desteñido suéter que no hace más que mermar la buena imagen de un chico apuesto como él es. Pero hoy, de nuevo, todo ha cambiado. Me levanto, me pongo enfrente suyo y se lo digo, delante de todos nuestros compañeros. Estupefacto, me mira fijamente y, con cara de enfado, alza su mano derecha. Mis piernas se flexionan y mi cuerpo se estremece, preparándose para el impacto cuando todo se sume en un mar de oscuridad.
Suena el despertador. Como cada día, voy al baño, me lavo la cara y me miro al espejo. Nada ha cambiado.