El destino

RAMONA

Como cada día, desde hace cinco años, he subido al vagón del metro en dirección a mi trabajo. La misma línea, la amarilla, a la misma hora. En mi estación siempre encuentro asientos libres y una vez en mi plaza, a leer durante una media hora. La mejor manera de empezar el día.


Sin embargo, hoy algo ha cambiado. Me pregunto qué hacen tantas personas en “mi” metro. Nada coincide con mi día a día de los últimos 5 años: no me puedo sentar, no puedo leer, no hay ninguna cara que me suene… Dos jóvenes, amablemente,  me hacen  un hueco en medio de toda la gente. Me sorprendo cuando mi cuerpo se deja llevar por una danza desconocida para mí que encaja perfectamente en una coreografía que nadie ha ideado pero que sin embargo, todos seguimos. Con cada nueva figura de la puesta en escena los cuerpos se mueven, en una u otra dirección, reorganizando el espacio en función de los danzantes que bajan y los sustitutos que suben al vagón. De esta manera me voy acercando cada vez más a la puerta contraria a la que he entrado. Recobro mi voluntad  e inicio una lucha contra ese dejarse en manos de la corriente.  Sin embargo,  mi esfuerzo no surte efecto y la danza poco a poco me acerca al cristal de la puerta y me obliga a enfrentarme a mi rostro matutino, hoy casi descompuesto por los acontecimientos. He descubierto que es él, el cristal, el que de una manera enfermiza se me aproxima sin tener en cuenta mi aprobación.  Cuando apenas estoy a un milímetro de mi propio rostro noto la atracción fatal. Mis labios se acercan a los labios de mi otro yo para iniciar un largo y dulce beso que me aísla del resto del mundo. Luego siento el frío de mi propio yo y me asusto y bruscamente retiro la cabeza que golpea, en el impulso, con el hombre que tengo a mi espalda. Le he dado un terrible golpe en la nariz y además de sangrar, me mira intentando comprender por qué le he tratado así. Afortunadamente no es nada grave y a los pocos segundos se interrumpe la hemorragia y yo, no sabiendo cómo reaccionar,  decido bajarme en la estación siguiente que, aunque no es la mía, me parece el mejor lugar para resolver la situación. Me recupero sentada en un banco del andén de  la estación y al mirar el reloj me doy cuenta de lo tarde que es. El destino me ha jugado una mala pasada, por lo que parece hoy el despertador se ha retrasado. Me pregunto qué debo hacer porque ahora me doy cuenta de que he dejado mi amor enganchado en  la ventana de un metro sin saber quién lo recogerá. 


 


 


 


 


 

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