Aún hay esperanza

Rita Gar

Los usuarios habituales del metro de una gran ciudad como Barcelona, se han acostumbrado, más bien endurecido, ante las miserias humanas que llevan al límite de la mendicidad.


Inventan múltiples razones que justifiquen la falta de empatía con el sufrimiento ajeno. Cada vez que se oye a una persona que pide, canta, vende o suplica, se amontonan las expresiones de hastío en las caras de los pasajeros. Cierto es que nos invade cada día una saturación de estímulos que apelan a una generosidad puesta a prueba cada cinco minutos y son tantos, que la cristalización de nuestras emociones más profundas se ha hecho latente en nuestras vidas.


A Clara, profesora de literatura, le gustaba sonreír a todo el mundo. A sus 53 años, no había alcanzado todavía el sinsabor que reina en el demacrado y resignado espíritu de la sociedad post pandémica en la que vive. No soportaba sentirse desgraciada, como la gran masa enfadada con la que se cruzaba todos los días. Por eso intentaba hacer algo diferente, para recordar que estamos vivos y que debemos agradecer esa condición. Miraba a los ojos, escuchaba a los músicos del metro y les sonreía. Le encanta la música y así demostraba su admiración por el valor y resistencia de los artistas ante la adversidad.


Cada día buscaba, en una de las salidas de Paral.lel, a un guitarrista que solía puntear notas al azar. Alguna vez tocaba algo, pero sin preocuparse mucho por la gente que pasaba, realmente nada, tocaba para él, aparentemente, sin importarle nada los gustos y preferencias musicales del entorno. Y sin embargo, a Clara le parecía que era la reencarnación del mismísimo Jimi Hendrix. No entendía cómo nadie se paraba rendido de admiración ante esa maestría. Esperaba oír esas notas lejanas cada vez que se acercaba al vestíbulo del metro, aunque siempre pasaba de largo, porque esa indiferencia del músico le provocaba un poco de miedo y respetaba sinceramente esa manera de tocar. Caminaba de la manera más lenta posible, sin que pareciera que estaba escuchando, y disfrutaba en silencio ese sonido.


Un día cualquiera, volvió a oír las notas mágicas y, sin pensarlo demasiado, sintió el impulso de acercarse por fin a dejar unas monedas en la gorra descuidada, como el largo cabello gris del artista. El hombre tocaba apoyado en la pared, sentado en el suelo. Cuando se acercó la misteriosa mujer que le escuchaba en secreto y que él observaba cada día,  se miraron a los ojos y se paró el tiempo. Él sonrió con una mirada tierna, y ella le dijo suavemente:


- ¡Gracias!


 

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