Recorrido en la amarilla
La primera vez que le vi, estaba en el andén del metro. La línea 4, la amarilla, en Llucmajor.
Yo siempre iba con prisas, pero hubo un instante fugaz aquella mañana, en que nuestras miradas se cruzaron y sentí una descarga que detuvo mi vida unos minutos.
Aparté mi mirada rápidamente. Mi corazón latía acelerado y pasé delante de él casi conteniendo la respiración. Mirando al frente, como si no me hubiera percatado de nuestro cruce de miradas.
Sin embargo, sentía (o creía sentir) sus eléctricos ojos grises fijos en mí.
Subimos en el mismo vagón. Los dos de pie.
Le miré a hurtadillas, a tan sólo unos metros de distancia. Él se apoyaba en la pared del final del vagón con las manos a la espalda. Comprobé con varias miradas fugaces que los tejanos le sentaban bien. Llevaba botas gruesas de trabajo a pesar de ser verano, y una sencilla camiseta blanca holgada.
Al echar otra mirada fugaz, esta vez a su rostro, comprobé que me miraba fijamente. (¿Con curiosidad?)
Bajé la mirada lo más rápido que pude y sentí mis mejillas arder. Mi corazón, que se saltaba un latido en su acelerado palpitar, amenazaba con salirse de mi pecho.
Me sentía avergonzada, intimidada, excitada e insegura con sólo una mirada.
Era inaudito que un solo cruce de miradas provocara tal descarga de electricidad. Tal tsunami de sensaciones…
Pero todo eso fue antes.
Antes de que aprendiera a no correr por la vida y a mirar a mi alrededor apreciando los pequeños detalles que me rodean.
Antes de aprender a disfrutar del camino, abandonando la prisa del que tiene que llegar a un destino concreto.
Antes de entender que no siempre lo que deseamos es lo que necesitamos.
Nos acercábamos rápidamente a Urquinaona, mi parada (Quizás más rápido de lo que me hubiera gustado).
Al entrar en Passeig de Gràcia, la marea humana que había en el vagón empezó a moverse para llegar a las puertas. Mi cuerpo también comenzó a desplazarse sin casi darme cuenta; dejando pasar, apartándome y acercándome (casi) inconscientemente hacia él.
Las puertas del metro se cerraron mientras sonaba el agudo pitido de aviso, y lo sentí más que verlo, a mi derecha. Giré ligeramente la cabeza y me encontré con su rostro a escasos centímetros del mío.
Mi corazón resonando en mis oídos; él me miraba divertido con una media sonrisa, pero sin intención de decir ni un palabra. Creo que yo también sonreía.
No recuerdo haber decidido hacerlo en ningún momento, ni haberlo pensado, y sin embargo, me acerqué a besarlo.
Sus ojos se oscurecieron mirando mis labios y su media sonrisa se desdibujó. Bajó ligeramente la cabeza hacia mí, y sin más, hice un último acercamiento.
La voz del metro anunció la próxima parada: “Urquinaona” (YA??)
Le besé despacio, moviendo mis labios contra los suyos con suavidad pero con firmeza. Él respondió a mi beso con la misma ternura y pasión.
No sacó las manos de la espalda y yo no lo toqué. El beso se intensificó por un momento, y al siguiente instante, yo me aparté lentamente. Me miraba serio, confundido, intrigado.
Se abrieron las puertas del metro en Urquinaona y sin más, me bajé y caminé por el andén sin mirar atrás, mientras las puertas se cerraban y el metro continuaba su camino hasta la siguiente estación.
Noté que mis labios sonreían y aún vibraban con un agradable hormigueo.
Quizás volviera a verle otra vez o quizás no.
Quizás si nos fijamos en los pequeños detalles del recorrido, podremos descubrir alternativas a nuestra ruta que nos lleven a volvernos a encontrar.