Fobias

Ana Alsa

Lo siento, no soporto el lila. Tampoco conduzco. Aun así, sobrevivo.


Soñé en mi infancia con ser psiquiatra, pero detesto la sangre. Acabé por matricularme en psicología, convencida. Muchos creen que estudiar psicología es un sucedáneo insulso del grado en medicina. Otros lo comparan con el transporte público: accesible, masificado y desalentador. Discrepo con todos.


Gran parte de mi vida transcurre en el metro. Línea verde: de Paral·lel a Mundet durante los estudios del grado y de Paral·lel a Catalunya cuando quedaba con amigos. Los colegas se burlaban por la vuelta que daba con el último trayecto. La L2 resultaba más óptima, pero en la línea lila acababa desmayada en el convoy. Literal. «Dejen espacio para que la chica respire», ordenaban los mayores. «¿Te quieres sentar?», ofrecían las personas racializadas. «Esto es una vergüenza», aportaban los que se sumaban a las quejas pero ni se movían. Desde el suelo, acopiaba la mirada solidaria de algunos.


Mis amigos no sabían que a ese problema se añadía un aliciente en la L3: ella. Unos treinta años, ademanes pausados, cabello corto y aros dorados de tamaño extremo. Cuando yo subía en Paral·lel, ella ya ocupaba un asiento junto a la salida. Siempre en el segundo vagón. No apartaba la mirada de las pantallas, porque además de leer en un eBook daba vistazos a un móvil. Nunca descubrí el color de sus ojos ni el título de lo que leía. ¿Sería escorpio también? Si me sentaba, abría mi libro con parsimonia. En aquella época, defendía las virtudes del papel. Quizás, porque los ejemplares los pedía prestados en la biblioteca, donde la celulosa abundaba y mi economía no se resentía.


En el transcurso del itinerario en que coincidía con ella, apenas me podía concentrar en las palabras. Con el rabillo del eyeliner espiaba sus movimientos lánguidos. Supongo que se apeaba en la parada de Catalunya, aunque con el gentío de costumbre no lograba verla salir.


A lo largo de los años en el metro, he perdido un reloj a manos de un listo, he deseado llevar máscara de gas ‒que no mascarilla, tan incómoda‒, he empollado como posesa y he saboreado la música, impuesta o escogida. A veces, en los días de lluvia viajo en bus. Me deleita pensar que soy temeraria.


Hace un tiempo que vivo con mi pareja en Consell de Cent. Un primer piso en la calle de las controvertidas obras. Al poco de mudarnos, sufrimos una crisis. Una noche le corté la melena. Fue un acierto: superamos el trance y le queda de fábula.


Desde que vivo próxima a la estación de Rocafort recorro la línea roja hasta Glòries. El color de la sangre ya no me abruma, a pesar de que todavía aborrezco el lila. En mi despacho trato a pacientes con trastornos fóbicos. Paso largas jornadas escuchándolos encajonada en una butaca. Vomitan sus aversiones, mientras yo acallo mis dolores de espalda. «Inicio de escoliosis. Más ejercicio y quita cosas del bolso», me aconseja el médico. He adquirido un eBook para aligerar peso y me apeo en Catalunya para caminar un par de kilómetros hasta casa.


A diario la sigo buscando entre los viajeros del vagón dos. No la he vuelto a ver. Me pregunto porqué me fijé en ella. Cuando no leo ni reviso el móvil, espío mi perfil en el reflejo del cristal. Mis aros dorados centellean, a lo mejor excesivos con mi corte de pelo.


Pido disculpas, no me he presentado. Llamadme Dalila.


 


 

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