Alfajores con sabor a tierra

Noi dels 9Barris

Bajo el turbio cielo que se cuela por entre los edificios de Fabra i Puig, todas las noches salgo de la boca del metro de la Línea 5 con el aliento en la lengua, molido, sólo pensando en poner un pie en casa. Siempre que emerjo está ahí una señora acomodada a un lado de la escalera, con una caja de fruta del Bonpreu llena de postres empolvados de azúcar glas y envueltos en plástico bonito; ella amerindia, de porte discreto y pómulos duros, refugiada en un abrigo, trenzas negras como dos largas serpientes cayendo por sus hombros. “Que Dios le bendiga, joven, cuchuflís, alfajores, manís, almendras…” no se preocupe, señora, a mí no me bendice ningún dios, gracias, me digo para mí mismo egoístamente mientras en lo único que pienso es en tirarme en la cama. 


Sin embargo, hoy a la que salgo por la escalinata de siempre sucede otra cosa. Volviendo del trabajo me metí en el metro y cuando llegué al otro lado estaba cayendo una buena, y suerte que traje el paraguas, me digo. Lo saco subiendo las escaleras y voy a cruzar la calle rápido, en medio de esta tremenda gotera de cielo, pero algo que veo de reojo me detiene; está la misma mujer de siempre, allí sentada frente a la sucursal de la Caixa, esperando a que se calme el diluvio. Se acurruca allí lo más que puede y se cubre a sí misma y a sus dulces con una lona de plástico. Una balconada encima suyo la protege, pero aún así está a merced del frío, que la salpica y cala los huesos.


Algo me llama a acercarme. La saludo y le pregunto si no tiene ningún lugar a dónde ir, es tarde ya, siempre que la veo es tarde. La mujer me ojea primero y me contesta con una voz amable y débil, algo enferma, que no puede hacer nada hasta que su marido no venga a recogerme, vivo en Mollet, ¿sabe? “Pues deme dos alfajoritos entonces”, le digo sin titubear, y noto cómo se me sale un poco el acento, nada más hablarle. Ella me los saca contenta de la caja y me cobra tres euros. Tengo un billete de cinco sólo, pero no importa, quédese el cambio, nomás. “Déjese, déjese, le puedo ofrecer otro si quiere” Bueno, bueno. Lo acepto, a mi hija tal vez le guste el postrecito. Gracias, joven, que Dios le bendiga, cuídese. Adiós, adiós. Y allí se ha quedado la señora, viendo la lluvia caer.


Ya volviendo me quedo pensando en ella, de acento bien parecido al mío, capaz que también es del Norte Chico, quién sabe. Dos alfajores se van a la mochila y el otro decido probarlo tratando de sujetar el paraguas y la mochila y cruzar la calle para volver a casa rápido, que se andan mojando harto los zapatos. Lo saco de su envoltorio rudimentario y le pego un mordisco. ¡Y qué cosa más rica! Con sus virutitas de coco y la masa polvorienta, como a mí me gusta… y el manjar sabe igual al que hacía mi mamá allí en la parcela. Lo saboreo más, lo paladeo, sacándole todo el dulzor intenso y rústico que evoca. Y de repente, me encuentro a mí mismo con los ojos cerrados y parado en medio de la calle, embobado con el chaparrón encima y absorto en un éxtasis nostálgico. ¡Ay, tantos recuerdos me trae este bocadito de cielo! De mi piel morena que aún queda en la niñez, en mi valle natal allá perdido bajo los Andes, en la tierra roja y las quebradas áridas, entre palmeras, comiendo chirimoya y lúcuma y papaya amarilla de los árboles del patio de la abuela y jugando en el río y en las calles hechas de puro polvo del desierto…


Se me resbala una lágrima. De tanto tiempo aquí, había olvidado qué bonito sabe Chile. Y por eso me regreso a comprarle más.


 


 

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