El regreso

Miguel Lomana

Las puertas se cerraron y el ruido del motor del autobús confirmó que era la hora de partir. Desde la ventana que daba a su asiento pudo verle plantado en el arcén, buscándola inquieto con la mirada, aprovechando hasta el último segundo de poder ver su cara sin que esta proviniera de la pantalla de su móvil. La luz de mediodía se reflejaba en las ventanas y le impedía discernir cualquier rasgo suyo; el bus, mientras, comenzaba su maniobra de salida, alejándola de él hacia el avión que volvería a interponer 800 kilómetros entre los dos. No logró volver a ver su rostro. Dentro del bus, a medida que esa distancia crecía, ella notaba cómo el nudo que llevaba tres días en su estómago, esa cosa que había intentado convencerse de que en realidad no estaba ahí, se desataba, dando por fin un respiro a sus tripas.


No siempre había sido así. Barcelona nunca había sido un sitio al que llamar verdaderamente hogar, pero durante el año que vivió allí estuvo cerca de serlo. Compartían intereses, sentido del humor, miedos, con el tiempo se dieron cuenta de que incluso los pequeños pensamientos irracionales que da miedo desvelar a nadie. En ningún momento oficializaron una relación, simplemente todo fue ocurriendo sin necesidad de verbalizar nada más allá de un correspondido «te quiero» enunciado en mitad de la noche, abrazados el uno al otro, sintiendo el subir y bajar de su pecho, inquieto en un principio hasta sincronizarse las dos respiraciones y hacerse una sola. Al levantar la mirada de su asiento vio pasar por delante de ella el edificio donde él vivía. Alzó los ojos hacia la ventana que daba a su habitación y vislumbró por un instante el techo de la habitación que habían compartido innumerables horas, el techo que llegó a conocer durante noches de insomnio tanto como los lunares y marcas de su espalda.


Ella regresó, por un fin de semana, y ambos retomaron los roles de pareja que llevaban tanto tiempo anhelando interpretar de nuevo y que habían practicado a distancia en llamadas y mensajes, en cartas, en regalos que llegaban sin avisar a la puerta. En un largo abrazo de reencuentro intentaron volver a fundirse entre ellos, hacerse uno de nuevo.


La cafetería donde quedaron a solas por primera vez. El paseo marítimo por el que deambularon en la segunda cita. La visita a los búnkers del Carmel la misma noche en que se acostaron. Juntos revisitaron todos aquellos lugares, un museo erigido en memoria de su relación, a un tiempo, en fin, ya agotado. Un silencio envolvía ahora estos lugares mientras los recorrían dados de la mano, con la mirada recta. Todo se sentía muerto. En realidad llevaba tiempo así.


Subida al avión, observando la ciudad en su integridad, fue trazando una línea imaginaria de las calles por las que había pasado durante su año ahí, su particular mapa metropolitano, no tanto para recordar aquellos lugares una vez habituales sino para resaltar aquellos por los que no se había aventurado, que ya no visitaría. Quizás si hubiera conocido a otra persona las cosas que hubiera vivido y guardado en su memoria estarían intrínsecamente unidas a estos lugares desconocidos.


De nuevo en tierra, recibió en su móvil una notificación con su nombre. Abrió el chat para ver dos mensajes sin leer.


-Te echo de menos.


-¿Cómo estás?


Tirado en su cama, mirando el techo, él notó el móvil vibrar debajo de la almohada. Una mala intuición, un miedo, le sobrevino antes de abrirlo.


-Creo que bien.


-Lo siento.


-No voy a volver a Barcelona.

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