Músicos en el pasillo

Hugo

Hasta los Juegos Olímpicos, Barcelona le daba la espalda al mar. Ese era el mantra que tantas veces había escuchado. Papá me explicaba así la metamorfosis de la Ciudad Condal. La que conocía desde su época de estudiante de arquitectura, donde un tinerfeño ávido de cultura y modernismo dejaba atrás una isla maravillosa pero un ambiente ciertamente conservador aún instalado en la época de los últimos coletazos del Generalísimo.


Narraba la transformación a través de los diferentes polos de la ciudad; Montjuïc y sus instalaciones deportivas. La Vall d'Hebr0n, que acogió a los periodistas de todos los recónditos del mundo durante el verano del noventa y dos. Urgía una reforma que dejase paso a unas infraestructuras dignas de ese nombre y se olvidase de la vetustez que tanto caracterizaban ciertos barrios preolímpicos como ese. El centro, principalmente en el Raval, sufrió una transformación de fondo, con bloques enteros derruidos para lograr espacios mínimamente diáfanos y airear ese hacinamiento que se sufría por aquel entonces. Universidades, hoteles de lujo y centros culturales empezaron a florecer tímidamente con el fin de renovar su maltrecha reputación. Finalmente, la Villa Olímpica, nuestro nuevo barrio, que nació de la nada e hizo olvidar un sinfín de fábricas semi abandonadas en aquel perímetro industrial y deslumbró a la ciudad entera por su sesgo urbanista claramente progresista repleto de zonas verdes, espacios para pasear y practicar deporte y, sobre todo, la playa.


Yo escuchaba anonadado a papá; pese a ser barcelonés de nacimiento todos esos sitios sonaban exóticos para mí. Mi radio de acción durante mi niñez se limitaba a alguna escapada dominical al Tibidabo con el tranvía, pero esencialmente al Putxet, donde residíamos y Pedralbes, donde iba al cole. Los nexos que los conectaban eran la línea de bus veinte y dos, mi preferida, y la dieciséis. Curiosamente una fue modificada, y la otra ya ni existe. Vestigios de una época que fue y ya no es.  Aquellos buses me llevaban por la mañana y me traían de vuelta por la tarde. En ese momento de plena autonomía e independencia efímera, desfilaba ante mí la Barcelona que yo conocía. Nombres de calles y plazas que me hacían soñar y viajar; República Argentina, Vallcarca, Avenida Tibidabo y antes claro, la Bonanova, siempre tan señorial.


Con nuestra llegada a la Villa Olímpica, los paseos con papá frente al Mediterráneo pasaron a ser parte de nuestro cotidiano, un lujo del que aún no me canso cuando regreso a Barcelona. E incluso disfrutaba de ello yendo a coger el cincuenta y nueve, mi nueva nave que me transportaría a través de media ciudad para asegurar la continuidad de mi escolaridad. Lo hizo fielmente durante unos años, hasta que el pragmatismo temporal que tan poco importa de adolescente se impusiese en mis inicios de facultad. Allí descubría los placeres del metro, la línea amarilla y verde principalmente. Pero, sobre todo, el trasbordo de Passeig de Gràcia. No puedes alardear de conocer la ciudad si no te has pateado al menos mil veces ese pasillo de subida y mil veces de bajada. Jamás pensé que algún día llegaría a echar de menos ese pasillo y sus músicos, héroes anónimos que amenizaban dicha excursión. Una fase de transición, de la amarilla la verde que yuxtaponían las dos Barcelonas, la del mar y la de la montaña.


Te fuiste pronto papá, pero yo sigo paseando frente a la playa en cuanto vuelvo a mi ciudad. Porque Barcelona ya no le da la espalda al mar. 


 

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