EL MILAGRO ENTRE LAS CUERDAS

Siena Bastida

La Navidad se había convertido en mi época preferida del año. El aura de los viajeros cambiaba enérgicamente en este mes de diciembre y, para qué engañarnos, las propinas eran proporcionalmente más generosas. Las notas de los singles de moda dejaban temporalmente paso a los villancicos y al sonido de las melodías clásicas que emanaba de las voces y los instrumentos que copaban los diversos túneles del subsuelo. 


Hacía ya tres inviernos que había aterrizado en la gran ciudad, con una pequeña maleta y mi inseparable violín, lo justo para sobrevivir. Provenía de un diminuto pueblo de provincias, de una familia numerosa de cinco hermanos y unos padres que se mataban a trabajar para subsistir. Quizá yo, por ser la benjamina, tenía bien seguro desde pequeña que mi sueño era salir de allí. Recuerdo entonces cómo el cambio de milenio trajo consigo una oleada de populares programas televisivos dedicados a la canción. Podía pasarme horas y horas pegada a la llamada caja tonta imitando a mis artistas favoritos, un hecho que pareciendo entonces una chiquillada, acabaría convirtiéndose tiempo después en mi modus vivendi de por vida. 


La primera vez que descendí por las escaleras del metro de Plaça Catalunya me topé con una amalgama de artistas urbanos de diferentes estilos e intuía que allí podría llegar a hallar ese hueco en el mundo que llevaba tiempo buscando. Desde entonces tocaba mi violín en solitario o con varios músicos a los que con el tiempo acabaría llamando familia. Desde la rumba catalana de 'Els germans Beltrán', hasta el trap de 'Loredana' o el heavy de 'Born to be metal'. 


Abuelos, jóvenes y niños se quedaban embelesados con los sonidos de nuestras sinfonías y era habitual que se acercasen a depositar unos céntimos de euro en el estuche del violín que tenía para depositar una propina. No era precisamente una gran fortuna la recaudada al final de la jornada, pero sí la suficiente para vivir en un habitáculo en el barrio de Gràcia y llevar una vida austera siempre que me permitiera disfrutar de mi pasión. 


Nunca olvidaré aquellos ojos negros que nos observaban cada mañana desde el andén. Una mujer de mediana edad, y con un broche de una clave de sol que brillaba en la solapa de su americana, se quedaba fascinada durante un notable lapso de tiempo al contemplar con sumo interés nuestra puesta en escena. Era usual en las entrañas del subsuelo la presencia de pasajeros que, con premura e indudable impaciencia, se abrían paso a través del gentío y, probablemente, esa fue la razón por la que ella captó particularmente mi atención. 


Un 23 de diciembre, a las puertas de Nochebuena y Navidad, un sobre con una cenefa de color burdeos apareció en la caja de recaudación de mi violín. Estaba acostumbrada a recoger papeles, basura y hasta chicles, pero lo que me encontré me desconcertó y me conmocionó a partes iguales. Una beca para estudiar el próximo curso en el Conservatorio de música me había caído del cielo en forma de regalo navideño. Tras aquel acontecimiento, nunca más supe de aquella mujer ni quién ni cómo había sabido cuál era mi sueño, sólo sé que los milagros navideños, a pesar de nunca haber creído en ellos, se pueden hacer realidad.

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