María

Joresal

María tiene sesenta años, camina por las estación subterránea del metro, sin tener una idea clara de adónde debe ir o qué está haciendo allí. Todo es confuso para ella, como si estuviera en un sueño borroso del que no puede despertar.


La mujer entra en el último vagón y se acomoda en uno de los asientos que dan al pasillo. Mira fijamente a las personas que pasan a su lado, tratando de recordar sus rostros. Pero todo es en vano. No recuerda nada, ni de su vida, ni siquiera su nombre.


El recorrido lo hace sin escuchar, ni oír, e intenta entender ese sentimiento de tranquilidad que la invade, lo que interpreta como un descuido de su memoria.


El sonido del metro se instala en su cerebro, cerca de donde ella, alguna vez, guardó algún recuerdo semejante que la hace temblar y cerrar los ojos. Es como si estuviera en un mundo paralelo, donde María, desde afuera, lo ve todo distorsionado. Pero aún así, se aferra a su intuición, con fuerza, como si eso fuera lo único que le da seguridad. Es difícil describir exactamente la sensación que siente dentro del metro, ella no entiende por qué hay tantas personas entrando y saliendo.


Su vista se clava en las luces brillantes del interior del vagón, que le arranca un recuerdo del hipocampo, de hace cincuenta años, cuando su padre la acompañaba al colegio en metro, en la Línea 4.


En esos instantes, se enfrasca en su pasado. Su cabeza es como un tapiz, cosido con recuerdos, transformados en un guión aleatorio; « Papá ya no está para coger el coche y moverse por Barcelona, es muy mayor ». María lo va a recoger a su piso, en el barrio de Sant Martí, donde vive solo desde que murió su madre, para llevárselo a comer con la familia. Porque es domingo, según ella. Es el plan perfecto para su padre; sacarlo a pasear, disfrutar de los nietos, pasar el día juntos, y luego volver en metro para dejarlo otra vez en su piso. Pero la realidad es otra, aunque en su cabeza, ahora mismo, no.


Finalmente, se planta ante las puertas del metro, esperando que se abran.  Cuando lo hacen, ese recuerdo desaparece, y cree que, al otro lado, encontrará a su padre esperándola para acompañarla hasta casa. En el pasillo no hay ninguna cara conocida, tampoco.


Se queda parada unos segundos, hasta que un joven se acerca a ella y le pregunta si necesita ayuda. María lo mira con ojos vacíos y le responde que espera a su padre, que no sabe dónde está. El joven ve que la mujer lleva, colgando de su cuello, un cordón con un botón rojo. Comprende enseguida que la mujer tiene Alzheimer. La ayuda a recorrer los pocos pasos que hay hasta el banco del andén y la sienta.


El joven aprieta el botón rojo, mientras que, con cariño, le dice que va a llamar a su padre. De inmediato suena una voz dulce, tranquilizadora: ¿En qué te puedo ayudar, María?


Pero, a pesar de todo lo que había sucedido, María nunca perderá esa sensación, aunque confusa, que precede al ir y venir en metro.


- Por favor, dile a mi padre que no se preocupe, que el próximo domingo lo vuelvo a ir a buscar.


Por suerte, siempre habrá una persona cerca que tenderá una mano, que le brindará apoyo y, si se vuelve a perder entre los pasillos, la ayudará a encontrar el camino de vuelta.

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