Sense Propera Estacio

Eduardo Arión

Ese día, solo ella se despidió. Yo solo le dije que se fuese con cuidado y por la sombrita, pero no le dije adiós porque me negaba a verla marcharse a casa para arreglarse y salir más tarde con su pareja. ¡Pero de qué manera se prensaba mi mirar a su andar! Qué vergüenza me recorrió de pies a cabeza, al darme cuenta que incluso di unos pasos de más para enfocar su caderear. Le pedí a la tierra que me tragara, y me dejé engullir por el metro Liceu. 


 


Me apresuré a deslizar el cartoncillo y anduve hasta medio andén, que ahí hay menos faena porque la gente es floja y en esa área no hay bancas para aliviar la eternidad que puede llegar a ser la espera mayor a 3 minutos (u 8, el finde). Cuando levanté la mirada de mi celular, me di cuenta que estaba en la dirección incorrecta. 


 



  • ¡Carajo!


 


En Liceu no hay manera de cambiar de dirección sin tener que emerger a la calle. Ascendí por la otra entrada, que vergüenza habría sido salir sobre mis pasos. Y bajé solo para encontrarme con la grata sorpresa de haber gastado ya mi último viaje. Sin una sola peseta sobre mí, caminé hasta la estación de Urquinaona y entré por las dos puertecillas metálicas de la salida. 


 


Ni con ella ni sin ella, pero en qué bello limbo llamado Barna vivía yo. Nos veíamos a escondidas, siempre a oscuras para evitar que el sol fuera cotilla, siempre prometiendo vernos <>, que no es lo mismo a vernos <<más temprano>>). Excepto de sábados a domingos, que aún con metro 24 horas, pero sin un dios que nos diera excusa alguna para despertarnos temprano a misa, nos acompañábamos hasta la suya Cornellà dando largas caminatas por las madrugadas a través de las zonas <>.


 


Los días que teníamos suerte, nos despedíamos en la puerta de su casa después de haber acariciado con los pies las aceras a pesar de nosotros no habernos dado mimo alguno. Los días de mala suerte en los que alcanzábamos aún alguna estación abierta, nos despedíamos en la superficie y bajábamos a las plataformas, cada quien a su dirección. Ya en el andén, y con la mirada clavada en el calzado para no ver el reloj e ignorar la hora de llegada del siguiente tren, contábamos 38 pasos hasta llegar a la mitad, girábamos sobre nuestro eje, colocábamos ambos pies apenas detrás de la línea amarilla y, súbitamente, desenfundábamos las miradas. El duelo terminaba cuando alguno mutase de amante a pasajero. El primero en subir a su vagón, siempre lo hacía tardo y tembleque bajo el peso de haber abandonado al segundo. El último miraba y apresuraba a la hora verde mientras desangraba por la herida del abandono, del quedarse atrás, y ver al otro irse. Nunca alguien ganaba, solo nos perdíamos cada vez un poco más el uno en el otro. 


Cuanto valor nos faltó para tocarnos… Preferíamos ver si por fin uno de los dos se moría de amor o de soledad al pasar tiempo juntos solo comiéndonos a palabras, y sin atender la sed.


 


Procurábamos que nuestras escapadas y aventuras fueran cerca de estaciones cuyos sentidos se encontraran frente a frente para así poder repetir nuestros enfrentamientos una y otra vez. Incluso, aunque tuviéramos estaciones más cercanas o hubiera líneas que hicieran más sentido para ir a casa, nos íbamos andando hasta la estación primera que satisficiera las condiciones de nuestro juego. Solo alargábamos a pasos cortos y chuecos nuestros ensueños antes de descender a nuestra verdad y recordar que, en realidad, no solo las vías nos separaban.

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