AQUELLAS MIRADAS DISTANTES
Subí al autobús casi sin darme cuenta. Busqué la butaca más cercana y me dejé caer. Miré por la ventana, como siempre. El sol comenzaba a iluminar el contorno de edificios, árboles y demás siluetas que hasta hacía unos instantes pertenecían al mundo de las sombras. No obstante, ante mis ojos solo había el remolino de pensamientos que zarandeaban mi mente. Ahora ya no recuerdo qué grandes preocupaciones soplaban con fuerza contra mi aquel día y me hacían sentir en el centro de un huracán, puesto que esas fueron amainadas para ser substituidas por otras. Lo que sí recuerdo es que, al girar una curva, los primeros rayos de sol de la mañana me cegaron y me hicieron apartar la mirada de la ventana y la mente de los huracanes. Me percaté entonces de que estaba en una de esas butacas que miran a contramarcha y que permiten ver de frente a otros pasajeros: bastante gente había subido al bus en las paradas siguientes a la mía. Creí que la mayoría iría mirando el móvil, pero me llamó la atención que en realidad muchos miraban por la ventana con una mirada distante. Un chico al fondo miraba intensamente con el ceño fruncido. Una mujer algunos asientos por delante de él miraba nerviosa con la barbilla apoyada en la mano. Un hombre con los ojos enrojecidos se limpió rápidamente una lágrima silenciosa antes que esta dibujase un río en sus mejillas por el que pudiera transcurrir el cauce de su tristeza. Me pregunté qué historias encerraban en sus profundas pupilas. Sin embargo, no intenté adivinarlo puesto que las mías encerraban mis propios miedos y me pareció que algo que nada tan al fondo solo tiene derecho a sacarlo a la superficie aquel que lo sumergió. Pasé el resto del día pensando en aquellas miradas distantes en las que encontré comprensión, pues mi propia mirada distante se sintió menos sola ante la presencia de sus compañeras.
A la vuelta a casa, vi llegar el bus, pero esta vez me pareció que sobre él flotaban los universos particulares de todos los que lo ocupaban. El ruido de su motor ya no era monótono, sino los compases de entrada al mundo de las ideas e intuí que el autobús se deslizaba sobre el asfalto no con la misión de transportar a las personas, sino con la de sacar a pasear sus pensamientos. Recordé aquellas miradas distantes de la mañana y me pregunté qué haría falta para volverlas un poco más cercana. Supuse que se necesitaría un gran faro o un gigante indicador que no sabía dónde encontrar.
El bus llegó y abrió las puertas. Subí de nuevo en piloto automático, pero entonces el conductor me miró sonriente y me dijo “Espero que hayas tenido un gran día”. Casi desconcertada, sentí una profunda gratitud ante aquel simple gesto y le devolví el deseo. Desde mi asiento escuché cómo el conductor seguía dedicando unas palabras amables a todos los que subían al autobús: que descansaran mucho porque seguro que se lo habían merecido tras un día duro de trabajo, que lo pasaran bien el fin de semana… Todos contestaban agradecidos y todos se sentaban con una sonrisa. El bus arrancó y poco a poco las miradas distantes volvieron a flotar entre los pasajeros, pero en aquel caso había algo diferente: en todas centellaba un brillo que no tenían por la mañana. Comprendí entonces que no era tan difícil traer de vuelta, aunque fuera un poco, nuestras miradas distantes: el rayo de luz que aportó el generoso acto de bondad del conductor consiguió atravesar aquellas miradas distantes e iluminar sus profundidades.