EL TIEMPO DE LA VIDA

Sol de Llafranc

Como cada mañana, en los últimos cuarenta años, María se ha levantado a las 5.30, cuando las luces de la calle son el único rastro de vida que hay presente. Mientras desayuna su habitual café con leche y unas tostadas con mantequilla, va dándole vueltas a que hoy será distinto, que no será como siempre. Se viste como de costumbre, buscando pasar discretamente por la oficina, aunque ya hace tiempo que sabe que la edad no perdona, y que no está en el foco de atención de sus compañeros, a pesar de que ya no recuerda lo que es que alguien le caliente su lado de la cama. Escoge una blusa blanca, y un pantalón negro, que remata con un zapato cómodo porque sus pies lo agradecen. Con prisa coge la chaqueta, ya que ha visto que el día refrescará por la noche, y cierra la puerta con llave, para apoyar ligeramente su cabeza contra la pared: son sólo unos instantes, pero se le congela todo ese momento, como queriendo que no se acabe, ya que sabe, todo va a ser distinto en unas horas.


Nota el aire en su cara cuando, procurando hacerlo de forma silenciosa, ya que en la última reunión de vecinos aprendió que los primeros pisos sufren los cierres no controlados de las puertas. No tiene mucho camino hasta la boca más cercana, pero las obras de adecuación de la L4 en Maragall, hacen que tenga que desplazarse un poco más de lo que sería necesario. Con pausa  desciende por las escaleras, y sin necesidad de correr consigue coger el primer metro que aparece. Hoy no va muy lleno, y le sorprende, por lo que puede sentarse. Seis paradas la separan de su destino, donde se encuentra con la mirada perdida pensando en qué le pasará, pero a la vez se fija en los asientos reservados para las personas con movilidad,y recuerda lo difícil que fue pasar los primeros meses del embarazo, cuando aún no era evidente su estado, y los encontraba llenos siempre; a continuación, un ladrido le alerta de la presencia de un perro, y piensa en su madre, que se fue de este mundo sin poder subirlo al metro, lo que hacía que tuviera que ir corriendo muchas tardes a verla, porque ella no podía desplazarse al tener a Tao, ese divertido caniche; un poco más allá y ya llegando a la estación de Paseo de Gracia ve al grupo de jóvenes que vienen de cerrar la discoteca, con un altavoz por el que salen unas canciones de las llamadas modernas, y mira hacia atrás, cuando a ella, con la edad de esos chicos, ni se le hubiera ocurrido molestar al resto del vagón, pero es que ni se lo hubieran permitido la vigilancia del metro.


Con tranquilidad, baja del vagón, y se para un momento, inspirando fuerte, y sí, se da cuenta que el olor de la estación no ha cambiado tanto como el resto del mundo que le rodea. Barcelona ha cambiado su color, el mestizaje de la población, y en el metro los ha ido viendo, notando, en ocasiones sufriendo y en otras a plena satisfacción. Hoy, Mercedes se jubila, ya no volverá a esa estación, ni mucho menos a levantarse tan temprano, y cogerá un tren para irse a más de mil quilómetros, a la aldea que vio nacer a su madre, para iniciar el merecido descanso. Sin quererlo, sin pensarlo, se da cuenta que allí, cada día, en un vagón de la L4 ha ido observando casi sin darse cuenta, de cómo la ciudad se ha transformado y se ha hecho más profunda. La ventaja del tiempo es que uno no puede escoger cual le toca vivir, y sí que debe escoger cómo vivir aquello que le toca. 


 

T'ha agradat? Pots compartir-lo!