Retorno imposible

Carlo Carrera

En mi mano, la esquela de Laura y, en la mesa, lo que no publiqué. Laura, muerta el 2020 con 76 años. Trabajé con ella en redacción antes de la pandemia, cuando tenía 28. Raro, pero tiene explicación. Lo difícil es creerla. La cercanía del Centenario del Gran Metro me devuelve a lo que pasó en su 90º Aniversario. Sigo sin entender por qué, pero me marcó para siempre. Esta es la crónica.


Estábamos en las entrañas de La Bestia. Sobre nuestras cabezas, la gente daba vida a la Ciudad con su entramado de emociones. Como un virus recorríamos sus arterias gracias a la oferta de TMB y la orden de nuestros rotativos, ávidos de ofrecer una visión insólita de Barcelona. Para mí, cubrir una ruta por los túneles más antiguos de la red y sus estaciones fantasma junto a unos pocos privilegiados y personal del Metro era un regalo. No valdría un Pulitzer, pero tenía un excitante sentido de aventura. Ajenos a los demás, Laura y yo tropezábamos sobre el suelo irregular con ojos bien abiertos y caras alucinadas. Estábamos inquietos. Las espaciadas luces cubiertas de polvo creaban un ritmo de claroscuros y, en las sombras, intuíamos huidizos lomos pardos. La cúpula del túnel era visible sólo a tramos y el eco de nuestras pisadas sobre la grava, junto al rancio hedor a humedad, creaba un halo turbador que Paco, el guía, no conseguía alejar.


Al fin llegamos a la estación fantasma. Paco insistía en que no tenía nada espectral, solo abandono. Era cierto. Restos del andén cubiertos de cascotes, viejas baldosas desconchadas y algún grafiti sobre trozos de arco aparecían roídos por el tiempo. Daba más lástima que temor. Aun así, era una cápsula del tiempo; fragmentos de publicidad evocaban gustos y penurias de otra época mientras próceres ya olvidados seguían exigiendo la atención de un público inexistente. Sin piedad, los flashes de las cámaras acribillaron aquel cadáver.


Ocurrió de pronto. Un convoy atronó el túnel y sus luces perforaron la oscuridad. Aterrados, saltamos al andén y nos pegamos a la pared. Ante nosotros un modelo 600 entraba en la estación y, a su paso, una claridad tenue la devolvía al tiempo en que aún estaba activa, intacta. La realidad se hizo añicos ante el espejismo que se superponía a las ruinas y preñaba el aire de olores olvidados. El andén se plagó de apariciones más reales que nosotros mismos. Gente de otra época. Olor a brillantina, a sudor. Vestidos de un pasado recién estrenado y tacones de vértigo junto a raídos monos de trabajo. Un desfile de un tiempo olvidado que iba al trabajo, a la playa o quién sabe. Y estaban vivos. Sin vernos, nos traspasaban como espectros. ¿Quién era irreal?¿Nosotros o ellos?


El tren se detuvo. El pasaje descendió en dirección a la escalera de salida. Ya no estaba clausurada y sus peldaños volvían a estar allí. Los que esperaban en el andén subieron a los vagones mientras el convoy se demoraba antes de reiniciar trayecto. Laura, junto a mí, sonrió y dijo: “¿Vienes?”.


Dudé y ella no esperó. Se coló tras las puertas abiertas del vagón que, de inmediato, se cerraron. Yo seguía petrificado mientras ella se despedía agitando la mano. El convoy arrancó y, al desaparecer en el túnel, engulló la ilusión que había creado, llevándose aquél único e irrepetible momento. La desolación recuperó la estación. Incrédulos, empezamos a hablar todos a la vez como posesos hasta calmarnos. Decidimos silenciar el asunto, nadie nos creería. Sin embargo, la duda que me asalta es siempre la misma: ¿debí subir al vagón?


 

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