Instantes
Otra vez que llegaba tarde, para no perder la costumbre. Ya hace un mes que trabajo en el Castell de Montjuïc y diría que solo he llegado puntual un día, el día de la entrevista y, aun así, fue por los pelos. Cada mañana suena el despertador a las 7am con la falsa ilusión que me planteo la noche anterior. “Mañana iré andando al trabajo desde la parada de metro de Paral·lel”. ¿La realidad? Acabo atrasando el despertador más de media hora. No resulta una sorpresa que diga esto, pero, me sienta horriblemente mal madrugar.
Ahí estaba yo, de camino al trabajo con la cara pegada al cristal del teleférico. Sigo sin explicarme cómo puede haber tanta gente a esas horas de la mañana, estaba convencida de que los turistas estaban durmiendo la mona para recuperarse de la reseca. No paraba de mirar el reloj frenéticamente, como si eso fuese a hacer que apareciera mágicamente en el trabajo. Hoy llegaba especialmente tarde, la friolera de 30 minutos. Bajo mi punto de vista, esto era algo excepcional, seguramente si le preguntáis a mi supervisora, os dará una versión muy diferente a la mía. No sé si era la obra caritativa de ese mes, les daba pena o ambas, pero aun no me habían despedido. Eso sí, tengo claro que los milagros tienen que aprovecharse. Volví a mirar el reloj, nada, es como si el tiempo fuese en mi contra y decidiese no avanzar. Miré con ansiedad la pantalla de mi móvil, con la estúpida idea de que marcase una hora muy diferente a mi reloj de muñeca. Nada, la misma hora.
Fue en ese momento, sudando por el estrés y el calor, mordiéndome el pelo y una cara de sueño combinada con mi ansiedad, cuando le vi. Ahí estaba él, Eric (descubrí su nombre tiempo después), mirándome. No sé si llevaba así un rato o fue pura coincidencia, lo importante, es que me estaba mirando a mí. Siempre había pensado que esas típicas películas románticas donde sienten que, con solo una mirada, han encontrado al amor de su vida, eran una santísima chorrada que solo te daba una idea aún más falsa del amor. Sea como sea, no podía dejar de mirarle. Hasta que me di cuenta de que, no nos engañemos, parecía una acosadora. Creo que no me he ruborizado tanto en mi vida, pero ahí estaba, con la cara ardiendo como si tuviese más de 39 de fiebre y más roja que la camiseta de mi uniforme. Bajé tan rápido la cabeza para desviar la mirada, que me mordí el labio del dolor. Volví a mirar el reloj, ya nada preocupada por si llegaba tarde, sino porque quería salir ya de ese teleférico. Por fin, después de una eternidad, hizo ese balanceo algo más brusco que indicaba que habíamos llegado al final. Quería salir de ahí, pero los turistas van con un ritmo de vida que muchos osos perezosos envidiarían. Cuando ya estaba a punto, me tropecé con la pequeña separación que existe entre el teleférico y tierra firme. Como no, gracias, universo, por ponerme otro obstáculo más. En ese momento, como buen cliché de Hollywood, sentí que alguien me cogía de la mochila y tiraba hacía atrás. Era Eric, mirándome con esos ojos de “tu nombre está como primer sinónimo de torpeza”. Con los que me miraría cada día de nuestra relación cuando sufría alguno de mis momentos estelares.
Abrí los ojos y, ahí estaba yo, dentro de ese teleférico, rodeada de turistas. Pero ya no tenía a Eric delante de mí. Él ya no existía. Bajé la mirada para mirar el móvil. Sonreí con tristeza al ver la fecha, 24 de mayo. Hoy hacía un año que Eric había muerto. Hoy hacía un año que no había sido capaz de volver a subir a ese teleférico.