Los pequeños gestos son poderosos
Un, dos, tres, respira... Un, dos, tres, respira…
Diana canta su mantra mientras entorna los ojos para imaginar que está en el bosque con los pajarillos canturreando, el olor a hierba fresca y el viento suave que le acaricia el rostro. Por el rabillo del ojo, intentando prestar solo la atención estrictamente necesaria, vislumbra el metro de la línea azul acercándose al andén.
Desde que empezó a sufrir ansiedad, siempre viaja armada con los auriculares y una música tranquila pero alta para enmudecer el bullicio. Atenta al convoy que ya frena y prevenida para desplegar sus herramientas adquiridas de mindfulness, Diana se dispone a librar su batalla diaria para sobrevivir al trayecto en un metro abarrotado desde Sagrera a Diagonal. Tiene controlado el lugar aproximado donde para la puerta y se clava con firmeza en ese punto para que nadie la desplace ni un centímetro. El tren se detiene, rectifica aceleradamente la posición buscando la puerta y se aferra al espacio de delante como un pódium donde solo vale ser el número uno.
Objetivo: coger sitio. Antes de que se abran las puertas, desde el cristal escanea los lugares libres para fijar una meta posible. El ideal es coger un asiento, las alternativas son poyetes o paredes que la parapeten, cualquier otro lugar es de perdedor si tienes ansiedad y necesitas evadirte. Dedo en el botón de apertura; presiona en cuanto se ilumina; deja salir antes de entrar, educación ante todo, y se abalanza sobre su presa. Con cierta culpabilidad, se pregunta qué deben pensar los demás. ¿Cuántas veces ha odiado al irrespetuoso que se cruza agresivamente para coger un sitio? Se consuela pensando que no le queda otra, que es la ley de la selva.
Por desgracia, hoy ha perdido y debe conformarse con un frío barrote de consolación. En su cara se refleja el miedo por el periplo que se le avecina. Vuelve a concentrarse: un, dos, tres, respira. Afianza su equilibrio en la barra y cierra los ojos para trasladarse a su lugar feliz.
El metro arranca. Debe dejar pasar un poco de luz de reojo para controlar el entorno hostil. Mientras se convence de que está en su bosque, vigila que las siluetas borrosas que se cuelan a través de sus pestañas no se le echen encima o la pisen y deja pasar a los viajeros que entran, salen o se cruzan sin entenderla porque, al fin y al cabo, ir en metro es una rutina simple para ellos.
Sin embargo, hoy, entre las sombras, se ha infiltrado una sonrisa. ¿Una sonrisa en el metro? Diana abre un poco más los ojos y ve una chica joven que le sonríe. Instintivamente le responde y lee en sus labios que le cede el sitio.
—No te preocupes, es solo un poco de ansiedad.
—Lo sé, me pasa lo mismo. Siéntate, por favor.
—Gracias—y acepta el sitio.
Se miran con agradecimiento mutuo. Es su heroína. Ya no es una perdedora, ya no se siente sola en un mundo de codazos, prisas, golpes y ruidos. Es un día especial en el que ha tejido una conexión empática con una igual y su sola existencia la respalda. La ansiedad se encoje, su alma se ensancha. Es el poder de los pequeños gestos regalados.