Olas de postal

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OLAS DE POSTAL


Lola despertó con la luz que se filtraba tras la ventana. No se levantó hasta que sintió la caricia del sol en las mejillas.


Entre tostadas de pan con miel y una taza de café, releyó las cuatro palabras de la última postal recibida de su hijo Miguel. Observó la imagen sumergiéndose en ese mar tan bravo. Sintió el salitre de las olas en que Miguel bailaba sobre su tabla de surf.


Suspiró. Siempre imaginó que Miguel viviría cerca de ella, que le cuidaría a sus hijos cuando los tuviera y que se derretiría de orgullo cuando la llamaran abuela… ¡No se le pasó por la cabeza que el latir del mar lo hechizaría, el año que veranearon en Tossa! ¿Qué tenía entonces, cinco años? Aunque sí recordó que pasaron horas sentados y acurrucados sobre una roca. 


Inevitablemente, el tiempo les alcanzó. Miguel creció, y decidió que por las venas de su vida recorrerían las olas. 


Guardó sus recuerdos junto la postal en un cajón.


Se vistió de añil, sacudiéndose la nostalgia, dispuesta a disfrutar de una exposición con su amiga Celia.  


Fue a reunirse con ella. La cabeza del autobús 58, asomaba puntual en la parada. Subieron y se sentaron, parloteando. Lola observó distraída el exterior desde la ventanilla, cuando el autobús hizo la segunda parada junto a un semáforo y una montaña de cartones. Celia le explicaba que su vecina había encontrado a su marido en la cama con una chica. La cabeza de Lola impactó contra la ventana. No podía ser. Creyó reconocer a Miguel saliendo del amasijo de cajas, plásticos y cartones. Era él. Una madre no se equivoca. Se le agarrotó la garganta. El aire se negó a entrar en sus pulmones. Celia gritó pidiendo ayuda. El conductor paró el autobús y llamó a emergencias. 


Lola despertó en el hospital. Una espesa angustia la mantenía embotada.


  —¿Cómo estás, Lolita? —balbuceó Celia, desde un sillón pegado a su lado —¡Menudo susto me has dado! 


—No sé. Confusa. Como si tuviera una tormenta de verano a punto de estallar en la cabeza.


—Me siento culpable. ¿Fue por algo qué dije? A veces soy un tanto estúpida, y hablo de temas que no me incumben. Paco siempre me decía que charlaba demasiado, y tenía razón.


—¿Pero qué dices, Celia? —susurró, apretándole la mano —¿Quién estaría aquí ahora a mi lado?¡Si no fueras mi mejor amiga!


Con el informe médico de urgencias de “Tensión arterial baja”, salieron del hospital. Era mediodía.


El autobús 58, las dejó de vuelta al barrio en escasos diez minutos.


—¿Tomamos un bocadito rico y un café? —propuso Celia, encaminándose a la cafetería  —Siéntate. Ya le pido a la camarera lo que te gusta.


Lola asintió con la vista perdida hacia la calle. Una espiral de prisa y ruido zarandeaba el barrio. Abuelos con niños y carteras, trajes con corbatas y casas de plástico y cartón. 


Ahí estaba. La imagen de la mañana le salpicó la mente de lo ocurrido.


Vio salir a Miguel, entre plásticos y basura; cabellos sucios y enredados en una barba descolorida, diluidos entre la mugre de la camiseta y los raídos pantalones.


Engulló en silencio el sandwich. Sorbió el café ruidosamente y deprisa. No lo saboreó bajo la lengua, como acostumbraba. Celia se alarmó. Desconocía a esa Lola ausente y trastornada. 


Lola se apresuró hacia su casa. 


Abrió el buzón. Oculto entre la publicidad, asomaba un amanecer en la playa.


Lola se zambulló entre las olas buscando el matasellos. Le cayó el mar de la postal a los pies, hiriéndose con la tabla de surf al no obtener ningún rastro del sello.  


 


 

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