Solía pasar los lunes

Sagrerenc

Llegaba tarde. Para variar. Solía pasar los lunes. Marta apuraba los domingos para hacer los táperes de la semana, poner en orden la casa y ver de más la televisión por la noche. Y discutir de más en casa. Así que, sí: solía pasar los lunes. “Fantástico, un dos por ciento de batería”, pensó mientras entraba en el metro de Sagrera. A las siete y cuarto de la mañana, sin un más que necesario café y sin teléfono, el trayecto hasta Cornellà Centre no sería el más divertido de la historia.


 


Observar al resto fue su distracción, aunque el resto, claro, no tenía un cinco por ciento de batería. Poco que ver en un vagón con todo el mundo inmerso en sus pantallas. Al menos pudo encontrar sitio, aunque esto también le duró poco. “Oiga, siéntese si quiere”, le preguntó a un hombre de unos 80 años mientras le cedía su asiento. Tras ciertas reticencias, pero con una sonrisa, accedió. Marta pudo sentarse en Diagonal: al menos no todo empezaba mal el lunes.


 


“¿Tampoco te gustan los móviles?”, le preguntó el hombre tres paradas después. “Bueno, es que me he quedado sin batería”. Él no necesitó mucho más para empezar a hablar. Era entrañable, aunque, sinceramente, Marta, educada, se limitaba a asentir con la cabeza. Sinceramente, no le prestaba excesiva atención. Hasta que habló de su familia: su mujer había fallecido hace quince años y él repetía, cada mañana, el trayecto que hacían juntos hasta el trabajo.


 


Los dos pararon en Cornellà Centre y Marta se despidió. El sermón de su jefe y las burlas de sus compañeros, acostumbrados a sus lunes, eran más que previsibles. No fue un buen inicio de semana. Ni tampoco acabó bien. No era feliz. Ni en casa, con su pareja, ni en el trabajo. En cuanto quitaba el piloto automático de su vida era plenamente consciente de que no quería eso. Lo sabía desde hacía años y lo cambiaba: seguía sumando días. Meses. Años. Y 18 paradas de metro.


 


El siguiente lunes fue similar. Arrancó gris, pero tras avanzar unos metros en el vagón buscando asiento coincidió con el anciano. No dijo nada, asumiendo que se acordaría, pero se equivocaba. “Mujer, hoy no te aburriré con mis historias”, le dijo. Sonriendo, Marta aseguró que todo lo contrario y entonces fue ella la que empezó a hablar. A explicarle su vida, sus problemas en casa y en el trabajo y que, en cierta manera, el trayecto en metro le servía para despejarse.


 


Con el paso de los meses, los lunes se convirtieron en uno de los días favoritos de la semana. Siempre coincidía con Fernando, así se llamaba, y siempre acababa el trayecto con una anécdota, una lección de vida y una sonrisa. Él y su mujer adoraban los lunes porque era el único día que iban juntos al trabajo y había sido su pequeña tradición hasta que ella falleció. Su vida no sería el guion de ninguna película, pero parecía feliz. Al menos, todo lo que recordaba era con una sonrisa.


 


Los lunes, decía, pasaron a estar marcados en rojo. Fernando parecía tener su asiento reservado en el vagón y siempre una historia que contar. Las 18 paradas se pasaban volando. “Toma, estos cruasanes le gustaban a mí mujer”. Fue la única vez que le trajo algo. Y estaban buenísimos. La semana empezaba siempre bien. Desde entonces, pasaron seis meses. El primer lunes de noviembre ni se cruzaron. Ni el segundo.


 


Nunca más ocurrió. Marta cayó en que Fernando tenía menos ánimo. Pensó en ello y su semana fue horrible. Pero después reflexionó: no habría más lunes grises. Siempre se podía empezar con una sonrisa. Y sin batería.

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