Versos suspendidos en el aire

Beatriz Vilela

La tarde era luminosa y radiante. Paseaba sola, hacía poco más de tres meses que vivía en Barcelona. Me uní a la cola de personas que esperaban su turno para entrar en el teleférico. El bullicio de diferentes idiomas llenaba el aire, las voces se mezclaban y se perdían entre risas. Finalmente, llegó mi vez y subí a la cabina.


             Pronto me encontré suspendida en el aire, flotando por encima del bululú de la ciudad. A medida que ascendía, aquella vista grandiosa se desplegaba ante mis ojos. Las olas del mar Mediterráneo brillaban bajo el sol, los edificios históricos se alzaban como gigantes de piedra. Parecía un lienzo de colores y formas, una sinfonía visual. El horizonte se extendía infinito, fundiendo cielo y agua. 


            Desde arriba, el mundo se hacía pequeño mientras las luces de la ciudad se dilataban. Dentro de la cabina, compartía ese momento con una pareja de ancianos. María y Manolo: así se presentaron a los pocos minutos de empezar el viaje. Tomados de la mano, no contenían los gestos y las anécdotas. Me dijeron que eran barceloneses de toda la vida; me contaron de su juventud, de cuando se conocieron y de sus primeras citas en la montaña de Montjuïc. 


            Yo también les narré un poco de mi historia, de cómo había ido a parar en Cataluña y lo bien que me sentaba el cambio geográfico. Traté de hablarles en su idioma materno, que yo apenas empezaba a aprender. De pronto descubrimos que mi profesora de catalán era su hija única,  Elena. «¡Qué coincidencia!», exclamamos en coro.


             Aquella tarde me invitaron a cenar, y con el tiempo vinieron las comidas de domingo, las celebraciones de cumpleaños, los pícnics en el parque.  A partir de aquel día pasé a ser tratada, de manera gradual, como un miembro más de la familia, tal una hija menor adoptada. Con ellos, me sentía en casa a miles de kilómetros de distancia de mi país natal. 


             Hubo una época, cuando María se puso muy enferma, que yo viajaba en aquellas cabinas a modo oración. Sus cables alargados, como nervios que conectan destinos, elevaban también mis pensamientos. Pasaba horas allí, subiendo y bajando cuantas veces fueran necesarias para calmar la angustia, para recuperar la certeza. Desde sus alturas suspendidas, el tiempo se desvanecía, las preocupaciones se convertían en un susurro lejano. Me sentía acariciada por el viento.


            Después de ocho años en la Ciudad Condal, tengo diversas historias compartidas con esa familia que me acogió. Como soy dada a la poesía y creo que la vida es mucho más una cuestión de fortuna que otra cosa, sigo con la costumbre de, siempre que puedo, coger el teleférico de Montjuïc. Me gusta pensar que son cápsulas mágicas, que son arquitectas de encuentros y despedidas, que dibujan en el mapa invisible de nuestros caminos.


 

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