El viaje
El viaje
Ya en el metro, tomé asiento. Pero cedió, cedió más y más, hasta depositarme, resbalando suavemente, en el suelo. ¡Qué dulce vértigo!
¿Una nueva modalidad de viaje?
Pronto me apercibí de que los pasajeros circundantes no eran mis compañeros habituales, con la mirada fija en el móvil y sus pinganillos.
El panorama se había tornado inquietante: una mujer en Sari rojizo; un hombre en Punjabi. Poco a poco, aquel recinto de latón fue llenándose hasta colmarse de un tejido humano colorista: piel con piel, carne con carne. Entraban en tropel, a raudales, y hablaban atropelladamente, todos a un tiempo.
Aprecié con cierta aprensión la suciedad, casi mugre, del carromato de latón que, oxidado y destartalado, se bamboleaba de un lado a otro.
Con horror comprendí que algunos viajaban en el techo por falta de espacio o dinero, y, desde fuera, dejaban su cuerpo caer entre las ventanas y ofrecían chapati, pakora, samosa, tandoori... ¡Vete a saber si habían amasado las pastas entre la mugre y el desconcierto! Aquellas palabras misteriosas me eran familiares. ¿Un déjà vu?
Me asaltó mi viaje a la India unos cuantos años antes: Fundación Vicente Ferrer; yo tenía entonces unos cuantos años menos.
Nada había cambiado: tampoco mi estupor ante el fragor de la gente apiñada: algunos enteros, otros tullidos; la polio, la gangrena, la lepra…la desnutrición. Los jóvenes con una vivacidad exuberante. ¿Un viaje en el tiempo?
Hundí las mejillas entre mis manos cerrando los ojos, a fin de ocultar que me estaba consumiendo de fervor y miedo. Con ese gesto, dejé que los paisajes del recuerdo inundaran mis retinas, mientras mi cuerpo iba encajando la presencia de tantos otros cuerpos extraños en roce, baile y sintonía, amoldándose a los huecos para no dejar ni un ápice de espacio.
Comencé a sudar: el calor del contacto se me hacía insoportable: ¡yo, que había pactado una vida tranquila como Fausto!
Además, ¿cómo conseguía adaptarme a ese viaje peculiar, al que más adelante en TMB llamarían “el salto geográfico con viaje en el tiempo”?
No llevaba las consabidas vacunas (tifus, fiebre amarilla), ni la profilaxis contra el paludismo y tan ricamente ahora me zambullía en el marasmo humano. Me sentía avasallado, inundado por aquellas voces en cascada de aquellos seres bronceados que herían mis oídos finos.
Aquella caja informe de paredes ladeadas y suelos hundidos cloqueaba y amenazaba con desplomarse estrepitosamente para dejarnos a todos libres y desnudos.
Fruncí la cara y apreté los ojos para abstraerme: unas luces interiores de colores tropicales de papagayos y canarios me visitaron a modo de mandala, para mejor entregar mi cuerpo a aquella multitud y fundirme con ella.
Cuando por fin abrí los ojos, ahí estaban mis compañeros de trayecto, los habituales, camino del trabajo, perfectamente alineados en sus pulidos asientos plastificados. Pegados a sus teléfonos, huían del paso del tiempo. ¿Huían ellos también de su ciudad, a otro lugar? Entonces comprendí que ellos también conocían el viaje en el tiempo.
Esta vez, por un pudor extraño, me abstuve de saludarlos con la cabeza, como solía hacer. Como si ellos supieran ya que me había zafado clandestinamente del orden establecido.
¡Ep! Por un momento sentí cómo me hundía de nuevo en el asiento, dulcemente accediendo a un nuevo descenso… caigo, caigo, que me caigo.
Con determinación me recompuse y musité bajito pero firme: “Esta vez no; ¡hoy duermo en casa!”
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