Línea 3
17h15
Huevos, carne picada, olivas. En cuanto baje del metro, voy al supermercado. Estoy cansada, y el ruido constante pero conciliador de las ruedas batiendo contra el hierro me obliga a entregar las armas tras un largo día. Disfruto de este instante de vacío, de la nada. ¿Cuándo fue la última vez que cociné para mis padres? Deben haber pasado unos tres años. Yo, que soy tan maniaca con las fechas y me acuerdo de los acontecimientos más insignificantes (mi primer concierto, mi primer día de trabajo, el día en que mi padre me llevó a conocer el hielo) no logro proyectar el día exacto en que compartimos la que fue nuestra última comida juntos, antes de mi mudanza. Quizás no lo recuerde porque evocar aquel día me provoca tanto dolor que mi cuerpo, percibiéndolo, ha borrado muchos detalles. Pero no olvido el rostro de mi madre con su mirada repleta de decepción, tristeza también, pero sobre todo decepción. Creía que quería irme a la otra punta del planeta para alejarme de ella, escapar de la que era nuestra vida. No es así, mamá, irme de casa me causó tanta lástima como a tí. Huevos, carne picada, olivas. Poble Sec, es mi parada, bajo del metro.
17h20
Subo al metro. Me siento allí al fondo, al lado de una mujer, concentrada y con la vista dirigida hacia el libro recogido en sus manos. Mi curiosidad insaciable hace que mi mirada se dirija hacia aquel libro, escrutándolo y juntando letras para averiguar su título. Un pasatiempo despreciable o poco provechoso, podrían pensar algunos, pero no podía evitarlo, quería saber, quería imaginar la historia custodiada en esas páginas y que ahora habita la mente de su lectora. Esta fascinación mía no tiene explicación clara: crecí en una casa donde no había tiempo ni espacio para libros. Las horas que mi madre no pasaba trabajando las empleaba inventando juegos, sin costes pero con valor. En mi familia no se compraban libros, ni se conocían los grandes autores del Siglo de Oro o de la Generación del 27; la fantasía y la creatividad había que destinarlas a concebir maneras de llegar a final de mes. Durante muchos años he creído que no estaba hecho para los libros, que no habría sabido ordenar todas estas palabras tan lejanas de mi realidad e hijas de otros mundos. ¿Soy el que era o soy el que podré ser? Lesseps, mi parada, bajo del metro.
17h30
Subo al metro. Mi estómago refunfuña, no he comido nada. Hoy es uno de estos días en que paso tanto tiempo en el metro, yendo de una casa a otra, que a ratos no sabría decir si es de día o de noche. Mis piernas cansadas, sin embargo, me recuerdan que ya son las cinco de la tarde, o por allí. Me conozco esta línea, la línea 3, de memoria. La voz de la locutora que va anunciando las estaciones me acompaña. Imagino su rostro y su figura, la postura de su cuerpo mientras graba los anuncios y la línea de sus labios. Destierro estos pensamientos y reconozco mi abrumadora solitud. Desearía tanto la compañía de alguien… Pero no tengo tiempo para eso, mi prioridad es ganar cuanto más dinero posible para que mi familia pueda comprar los pasajes. Y así me paso el día limpiando casas, las casas de otros, llenas de gente y recuerdos impermeables, de pilares estables y rincones seguros, casas que no me pertenecen. La gente que me rodea puede estar imaginándose lo que he ganado viniendo aquí, un trabajo estable y una casa en un barrio seguro. Pero, ¿cómo es que nadie ve lo que he perdido? Bajo ya, me acerco a las puertas, esquivando los cuerpos, me camuflo.