El encuentro
Dejó a la abuelita en buenas manos y se internó en la oscuridad de la noche. Ya en la calle, el metro arrojaba luz sobre los cuerpos ensimismados en su mayor parte. Eran las tres de la mañana de un lunes, en la línea 9 recién estrenada, que lleva hasta las zonas más tenues y lejanas: Esplugas, Sant Joan Despí, algo ajenas e ignoradas durante décadas.
Ahora visitarlo a él devendría una costumbre suave y cotidiana. Salir de la ciudad para adentrarse en la periferia, siempre más verde. Lo celebrarían de puertas para dentro.
Durante el camino, comenzó a acariciar el libro que llevaba: “Viaje a ninguna parte”. ¿Cómo se le había ocurrido escoger ese libro, metáfora de lo que no tiene lugar, espacio o intimidad?
Pero la caricia de papel la mantenía conectada a la piel del encuentro que le esperaba: de puertas para dentro, en la intimidad. Nada de lo que pasaba a su alrededor podía interrumpir aquel viaje nocturno: con ella viajaban los que volvían de trabajar y los jóvenes juerguistas, un tanto entonados o derrotados. Todos, generalmente solos.
Le dio por pensar en la soledad que tanto la había habitado… Pero se interrumpió: ¡Ah, mi parada; justo a tiempo; por poco se me pasa!
Todos bajaban. Última parada.
Contra todo pronóstico, ahí estaba él, esperándola.