Detrás de la línea roja

Oliveira

Todos los días, a la misma hora, me subo al tren en la estación Rocafort. Poca gente sube conmigo tan pronto. Alguien lleva un paraguas. Afuera llueve, supongo. He aprovechado el vagón vacío para sentarme en la esquina. Me gusta apoyar la cabeza en la barra, para mirar tranquila cómo se va llenando el vagón. El hombre del paraguas se ha sentado enfrente. Tiene la cabeza levantada mirando al frente, no sé si me ve. Con la mirada fija en la ventana, detrás de mí, como si el paisaje le fascinara. Durante un segundo, nuestros ojos se cruzan. Bajamos la vista. Me pregunto si trabajará de noche, si vuelve ahora a casa o acude al trabajo porque lleva el uniforme del TMB. Los días de lluvia suele bajar más gente al metro. A menudo están ensimismados, igual que los días que no llueve. Nos paramos de nuevo y el vagón se llena. Ya no veo al hombre del paraguas. Dos personas se saludan, ilusionadas por la casualidad de verse inesperadamente. Lo improbable es que no se hayan encontrado hasta ahora, cuando cogen la misma línea todas las mañanas. Yo reconozco a mucha gente a fuerza de rutina. Sé que ellos también me ven, no sé si me miran. Un niño se ha olvidado su patinete. Las puertas se estaban cerrando y su madre le tiraba del brazo, ha preferido dejarlo atrás. Me da pena, pero no lo cojo. Con esperanza pienso si acabará en objetos perdidos o, aunque lo haga, si irá con su madre a recuperarlo.  A pesar de todo, siempre llega un momento que el vagón se vacía y yo me vuelvo a subir en la dirección contraria. Al empezar de nuevo la línea voy notando sus pulsaciones, llena en Rocafort, vacía en Bellvitge. Yo siempre voy sentada. Un chico se apoya de espaldas y pone su mochila sobre mi cabeza. Me sobresalto, apartándome sin que él note nada, ni siquiera se da cuenta. Una anciana le da las gracias desde el fondo del vagón. Se oye el sonido de un pájaro y alguien coge el teléfono. Parece que habla con una amiga o con su compañera de piso, de clase o de la oficina. Le cuenta lo mal que ha dormido esta noche después de estar en el hospital. Cómo se arrepiente de no haber prestado más atención. Varias personas la miran con expresión preocupada. Algunas echan la mirada atrás cuando se bajan en la siguiente parada. Vuelve a sonar exactamente el mismo sonido de pájaro. Una mujer busca con el ceño fruncido su origen y sonríe al darse cuenta de que proviene de un bulto tapado en el suelo. Un hombre, muy corpulento y vestido de negro, levanta lentamente la sábana y desliza unas pocas semillas dentro de una jaula. Un pequeño canario se asoma antes de que la sábana lo vuelva a tapar. Por un segundo, me alegra imaginar que el tren pasa por un parque y que éste se extiende hacia abajo, creando una especie de naturaleza urbana entremezclada con el acero de las vías. Se ha hecho de noche sin darme cuenta. Lo noto por los nuevos ocupantes del tren. Una pareja se besa despreocupadamente como si no hubiera nadie alrededor. Un grupo de chicos apoyan sus botellas para usar las barras a modo de gimnasio. Pronto llegará el último tren y estaré obligada a bajarme. En Rocafort, como todas las noches. En el metro me siento como si nunca hubiera dejado Barcelona. De repente, un golpe nos hace tambalearnos a todos. Paran el tren, cortan la luz. Las puertas se abren para que la gente baje. Me escabullo por el lateral y me adentro en el túnel, no sin antes saludar a la cámara de seguridad. A veces baja alguien a buscarme. Me gusta pensar que, por una vez, llega a tiempo. 

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