Un día cualquiera

Sebastián

Estaba saliendo de la zapatería gluten free cuando mi psicólogo me llamó para decirme que pasaría a arreglar mis cañerías esa tarde. Le expliqué que no sería posible porque tendría que pasar a buscar a mi abuela por la guardería. Se enojó, y me dijo que ya no era el mismo de antes. Me llamó traidor, y me deseó la muerte. Tiré el teléfono al piso y saqué de mi bolsillo una golosina. Me comí el envoltorio y arrojé el contenido. Ya estaba cansado de seguir las reglas, de hacer todo lo que hacen los demás. 


Paré el bus y me senté en el fondo. La mujer del asiento contiguo se empeñaba en convencerme sobre su teoría, que el mundo era una gran cinta caminadora y que todos permanecemos siempre en el mismo lugar. El vagón se movía demasiado por lo cual comencé a marearme. Tomé prestado un recipiente de un hombre vestido de negro y procedí a vomitar dentro. Las cenizas en su interior me hicieron toser. Se lo devolví amablemente mientras él lloraba en silencio. 


Me bajé del metro y corrí hasta el estudio de TV. Los maquilladores y peluqueros intentaron en vano someterme a sus falsedades. Les dije que de ahora en más el mundo vería mi verdadera cara, sin más engaños. Me paré detrás del escritorio, frente a las luces y cámaras, listo para salir al aire. Al comenzar el noticiero el noticiero me vi en uno de los monitores, por algún motivo tenía el torso desnudo y un gorro de cowboy en la cabeza. Empecé con la primicia más reciente: un hombre en el transporte público había vomitado sobre las cenizas de la madre de un pasajero. Fue allí cuando la policía irrumpió en el set y me esposaron mientras las cámaras no dejaron de rodar. Les expliqué que yo no era el culpable sino la víctima, que me movía una fuerza maligna. Una fuerza que dictaba mi vida y registraba mis pensamientos, una fuerza cuyo único objetivo era ganar concursos literarios. 


 

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