Nino

Wayuu

Nino era el niño de piel canela y ojos inquietos, nacido bajo el sol que siempre olía a sal y a mango biche. Pero ahora está dentro de la barriga de aquel tren subterráneo en Barcelona. El vagón, casi vacío, suspiraba un silencio apenas roto por el lamento metálico de las ruedas contra los rieles. Nino, el niño, se dejó caer en un asiento junto a la ventana, con el pelo aún empapado y los párpados pesados de madrugadas robadas. Su cabeza se mecía con la cadencia de los tambores y guacharaca que sonaban desde sus cascos.


Las notas de la música lo envolvieron como un arrullo de mar y, sin darse cuenta, el pequeño Nino se hundió en el sopor de un ensueño. No escuchó cuando el altavoz anunció la primera parada. Frente a él, una pareja se devoraba a besos, con la furia de quienes creen que el tiempo les pertenece. Entreabrió los ojos por un instante y vio en la camiseta de la chica: "Taganga Paradise". La visión le despertó un eco lejano, como si su alma recordara un viejo destino.


El tren avanzaba, al igual que Nino, un hombre hecho y derecho, que se dejó seducir por la música para que lo llevara mar adentro. En su mente, sintió la caricia de la arena tibia entre los dedos y escuchó el canto de las olas en la orilla del mar de Taganga. El atardecer teñía el cielo de un dorado líquido mientras levantaba a su pequeña hija en brazos.


De pronto, la marea humana irrumpió en el vagón. Nino despertó del hechizo, se puso unas gafas de sol y, con un susurro que fue creciendo, comenzó a recitar en voz alta. Su voz, quebrada por la emoción, tejía versos de Borges y Benedetti, como si con cada palabra abriera un portal hacia lo intangible. "El mar de Neptuno o Poseidón... Dioses del maravilloso mar... Pero... ¿por qué seduce? ¿Por qué tienta?". Algunos pasajeros lo miraron con desconcierto, otros con una curiosidad tibia. Nino no los veía. Estaba en otro mundo, y hasta más allá del charco resonaban sus palabras.


"Suele invadirnos como un dogma y nos obliga a ser orilla, nadar es una forma de abrazarlo, de pedirle otra vez revelaciones", recitaba. Su voz, trémula pero firme, llenaba el vagón como un hechizo antiguo. Una señora a su lado frunció el ceño y se alejó, pero Nino no notó su desdén.


El tren desaceleró. Nino bostezó, se quitó unas gafas de leer y se frotó los ojos. Cerró un libro de García Márquez que tenía entre las manos y, como si el realismo mágico se hubiera hecho carne en aquel instante, unas mariposas amarillas revolotearon a su alrededor antes de desvanecerse en el aire denso del vagón.


Parada tras parada, el metro seguía su curso, y con él, los años de Nino. Cada estación era un eco de su propia historia, un paso más lejos de los días en que su madre lo llevaba de la mano por los pasillos de aquel mismo subterráneo. Un hombre con sombrero de paja y guitarra en mano comenzó a cantar un vallenato, su voz rasposa como la madera vieja de una casa en aire.


Entonces Nino se vio en él. Ahora era un hombre de cabello encanecido y ropas gastadas, que al terminar su canto extendía la mano en busca de ayuda. Y en la estación de siempre, la de cada mañana, el metro se detuvo y él bajó con dificultad, apoyado en un bastón. Un joven le ofreció el brazo y Nino aceptó con una sonrisa cansada. Sus pasos eran lentos, como si cada uno cargara con el peso de un verso, de un sueño no contado, de una historia que aún flotaba en la brisa salada de su Caribe lejano.

T'ha agradat? Pots compartir-lo!