El recuerdo del metro
Isabel cerró el cuaderno de fotos antiguas y se quedó mirando la imagen borrosa de ella y su abuela, Carmen, en la entrada de la Catedral de Barcelona. A pesar de tener solo cinco años cuando la tomaron, el recuerdo seguía vivo en su mente, como una película que nunca dejaba de repetirse.
Aproximadamente una vez al mes, su abuela la despertaba temprano, preparándola para una nueva aventura hacia la catedral de su amada Barcelona, su ciudad adoptiva. A los 80 años, a Carmen no le funcionaban demasiado bien las piernas, pero esa ilusión por visitar a "su" San Marcos y por agradecer a Dios por todo lo bueno y lo no tan bueno, es decir, por el hecho de simplemente vivir, con sus más y con su menos, pesaba por encima de cualquier otra cosa.
Juntas tomaban el metro en “Besòs Mar”, y el trayecto siempre era una aventura. Mientras viajaban, Carmen le contaba historias: “El metro es como un río, mi niña, y nosotros somos los peces nadando bajo la ciudad.” Isabel la miraba fascinada, sin entender del todo, pero sintiendo que su abuela tenía una manera especial de hacer que todo fuera mágico. Juntas, durante el trayecto, disfrutaban de los músicos del metro, ya que era muy típico encontrarse a alguna persona con su acordeón y, a Carmen, le gustaba enumerar de memoria las paradas de la línea amarilla, lo que fascinaba a la niña.
Cuando llegaban a la estación de Jaume I, cruzaban las calles estrechas del barrio gótico y llegaban a la catedral. Carmen siempre se detenía un momento frente a la puerta grande, respiraba hondo y le decía a Isabel: “Este es nuestro lugar. Aquí, el tiempo se detiene.”
Dentro, la luz suave de los vitrales llenaba la iglesia de colores, y la abuela le señalaba las columnas y gárgolas, explicando con calma sobre los siglos que habían pasado allí. Isabel no comprendía mucho, pero sentía que ese lugar estaba lleno de algo eterno. A veces, se sentaban en un banco cerca del altar, y Lucía le tomaba las manos, como si le estuviera transmitiendo algo importante sin palabras.
Esos paseos se repitieron durante un tiempo, mientras que las piernas de la abuela funcionaban lo suficiente como para asumir un desplazamiento así, con una niña pequeña a su cargo. Cuando éstas dejaron de funcionar, desgraciadamente tuvieron que acabase. Si bien, en el recuerdo de esa niña, siempre quedarán los viajes en metro con su abuela. Ese metro en cuyos vagones los asientos eran de color morado, sin separaciones entre ellos. Para esa niña y para su memoria, tanto el metro como la catedral siempre seguirán siendo los lugares donde, en silencio, su abuela le enseñó a valorar los momentos que, aunque fugaces, eran eternos... y seguirán siendo eternos. Por siempre jamás.