Destino bajo tierra

Jorge Obueno

Había empezado a leer la crónica el día anterior. Le interesó por lo ambiguamente cercana. Volvió a abrirla de viaje al trabajo; la línea del metro era de las que partía a Barcelona en dos, desde arriba hacia el centro, por lo que siempre era una aventura concentrarse entre turistas atiborrados, jóvenes y ancianos haciendo ruido con sus móviles y la voz del altoparlante que indicaba en tres idiomas la llegada a cada estación. Pero con la crónica viajaba de una época a otra dejándose llevar por los sorprendentes misterios que se revelaban en ella.


Esa madrugada se subió al vagón con la fortuna de encontrar un asiento en una zona vacía y silenciosa, como reservada para ese momento. 


Apoyó la espalda hacia la barra metálica cercana a la puerta y posó las piernas sobre los asientos. Sin distracciones ni intrusos que lo hicieran dispersarse, su mente se dejó llevar por el giro que dio la historia. Las imágenes y los sonidos aparecían a través de los renglones, que se iban fundiendo junto con los carteles publicitarios que aparecían como luces fugaces a través de las ventanas. Acariciando cada página con delicadeza y concentración, con la intención de llegar al final del recorrido, y sumergido en la noble convicción que destilaban los vencedores de esa historia, se convirtió en el único espectador de lo que pasaría a continuación.


Sin preámbulos, el vagón frenó en el medio de la oscuridad y de la cabina delantera salió un joven de barba desprolija y pelo salvaje, eufórico. Estaba cansado pero sonreía. 


Abrió manualmente las puertas, y por estas entró como un caudal que fluye con libertad un grupo de jóvenes, igual de harapientos y famélicos, pero poseídos por un frenesí salvaje. Uno llevaba un fusil anticuado, que seguramente ni funcionaba. Otro, que llevaba un mapa en el que cruces y círculos se disputaban Catalunya, lo abrazó, y el maquinista aceptó el gesto como quien recibe un premio. No en vano había decidido hacer un giro en la ruta establecida. Sus latidos se hacían palpables al darse cuenta que ese había sido su destino desde el principio. 


Se vislumbraba un clima triunfalista que lo inundaba todo como el calor de agosto. Cada gesto, cada palabra de los jóvenes en el vagón parecía reclamar el lugar que la historia les había negado hasta ese momento.


Atrás habían quedado los sacrificios realizados, los posibles fallos y la intolerable incertidumbre. A partir de ese momento, esa máquina les pertenecía. Hasta las imágenes vacías que invadían las paredes del vagón de una mundana frivolidad habían sido reemplazadas por sus consignas y lemas rojos y negros. 


Algunos le hacían preguntas al protagonista de la historia, otros sólo se animaban a vitorear. Pero, con la destreza que aparece cuando el tiempo apremia, el maquinista aquietó al grupo y lo invitó a sentarse. Antes de emprender la marcha, miró hacia atrás y posó sus ojos en un asiento distante, como si supiera, o esperara, que alguien más fuera testigo de aquella noche en la que el metro cambiaba de rumbo. 


Empezaba a salir el sol y, aunque ni él ni ellos lo sabían, todo seguiría su curso natural. Los guardias no debían aparecer, y no aparecieron. La sirena no debía sonar, y no sonó. 


El maquinista ingresó a la cabina y dejó la puerta abierta. A lo lejos, caminos subterráneos se perdían en una oscuridad que daba la bienvenida sin hacer preguntas.

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