Ecos del túnel
El metro venía repleto hasta los topes y la gente se había acumulado frente a las entradas. “Debería haber caminado hacia el final del andén”, pensé, pero el transbordo se había alargado demasiado al tener que subir las eternas escaleras mecánicas entre la L9 y la L5 y no había tenido tiempo suficiente para recorrer el largo pasillo de la parada de Collblanc. Las puertas se abrieron y aún más gente se precipitó hacia dentro del vagón, aun cuando parecía físicamente imposible que cupieran. A nadie parecía importarle que el pitido de aviso de cierre estuviese sonando. Me esperé a que todo el mundo pasara antes de tratar de entrar, aun si me arriesgaba a perder el tren. Sin embargo, tuve tiempo y pude colocarme frente a la pequeña ventana de la puerta del compartimento. El tren se puso en movimiento inmediatamente y traqueteó un instante antes de coger velocidad y desaparecer detrás de las paredes oscuras del túnel.
El sonido rítmico de las ruedas del metro sobre las vías de metal me relajaba, en contraposición a las voces de la gente, que parecía empeñarse en recordarme que estaban ahí, aun con todo el esfuerzo que yo hacía en crear un vacío a mi alrededor. Cerrar los ojos ayudaba, pero hacía el viaje temprano y, a veces, sobre todo si iba sentada; me daba miedo quedarme dormida.
La claustrofobia me había acompañado prácticamente toda la vida, o al menos desde que puedo recordar. El día que tuve un ataque de pánico en el ascensor de casa de mis tíos, que vivían en un sótano cuarta en Vall d’Hebron, y tuvieron que salir a buscarme; supe que nunca volvería a subirme a un ascensor y que la cosa era más seria de lo que habíamos anticipado. No obstante, trabajaba en el centro de Barcelona y el metro es, sin lugar a dudas, la manera más eficiente y rápida de llegar.
Abrí los ojos y me vi a mí misma reflejada en la ventanilla, justo antes de que el metro entrara en la estación de Diagonal. Prácticamente, salté fuera del tren en cuanto el espacio de apertura me lo permitió. Delante de mí, un cartel retroiluminado conmemoraba el centenario del metro de la ciudad. “Cien años de metro”, murmuré para mí, “y a mí aún me aterroriza”. Aceleré el paso hacia la salida, tratando que no fuera perceptible la premura con la que quería estar de nuevo al aire libre. Un arco de luz se recortaba al final de las escaleras, dejando ver los familiares edificios de principios de siglo. Y, de pronto, una alta figura bajó los dos primeros escalones y se paró. A contraluz, me pareció que vestía un abrigo, pero rápidamente distinguí que llevaba un anticuado vestido largo hasta los tobillos y un sombrero oscuro decorado con un lazo. Se giró rápidamente y llamó a alguien, que llegó corriendo y se asomó sonriente por la entrada. Era un hombre que parecía sacado de otra época, con un traje gris de doble botonadura y cuello y corbata almidonados. Se quitó el sombrero, cogió de la mano a la mujer y bajaron las escaleras entre risas, emocionados por llegar al andén. Casi como si fuese la primera vez que cogen el metro.
Tardé unos segundos en reaccionar, parada en la boca de la estación, aun cuando el ansiado exterior estaba tan cerca. A día de hoy no sé si aquella pareja eran espíritus, si los creó mi imaginación o si eran, quizás, un recuerdo que vivía entre los túneles, pues desaparecieron en cuanto parpadeé. Pero nunca volví a tener miedo de subir al metro.