Última parada

Minerva Castell

Sobre el andén vibrante, Teresa espera tomar, como cada día, la misma línea de metro. Desde hace meses, tiene la sensación de que cada viaje trae consigo un eco del pasado, un murmullo de recuerdos que se entrelazan con el presente de una forma extraña e inasible.


Es el año 2124, y se celebra el bicentenario del metro de Barcelona. A lo largo de los túneles, pantallas holográficas proyectan imágenes de la historia del transporte subterráneo: desde los primeros vagones eléctricos hasta las modernas cápsulas de levitación magnética. Pero entre la algarabía de la estación de Plaza Cataluña, Teresa se siente perdida.


A veces, al bajar en su parada, olvida adónde va. Se queda quieta en el andén, mirando a los pasajeros sin reconocer sus rostros. Hay días en los que recuerda con nitidez el camino a casa, y otros en los que tiene que revisar varias veces el nombre de la estación, como si su mente jugara con ella. Sabe que algo no va bien, pero se niega a aceptarlo.


En uno de esos viajes, un hombre de avanzada edad se sienta a su lado. Se llama Julián, y comparten una conversación amena sobre el Metro, sobre cómo ha cambiado a lo largo de los años. Él le habla de su esposa, a quien conoció en un vagón durante un día lluvioso. Teresa escucha con interés, pero pronto una sombra de inquietud nubla su rostro.


—Disculpe —dice ella, con un leve temblor en la voz— ¿qué estación es esta?


Julián mira a su alrededor.


—Diagonal. ¿Está bien?—Él le contesta compasivo.


Teresa parpadea varias veces, como si la información tardara en asentarse. Algo dentro de ella se quiebra. De repente, los recuerdos se agolpan en su mente: días en los que no encuentra las llaves de su casa, conversaciones que olvida a los minutos de haberlas tenido, la angustia creciente de perderse dentro de su propia rutina.


—Últimamente… me cuesta recordar cosas —susurra, casi más para sí misma que para Julián.


El anciano la mira con ternura y asiente despacio.


—A veces, el Metro nos lleva a donde necesitamos ir, incluso cuando no sabemos que lo estamos buscando —dice con una sonrisa.


Teresa siente lágrimas en sus ojos. No quiere que nadie lo note, así que mira hacia la ventana. Las luces del túnel pasan rápidamente, como recuerdos fugaces que se desvanecen antes de poder atraparlos. Pero en ese momento, al lado de Julián, siente una extraña calma.


Cuando el tren llega a su destino, Teresa toma aire y se levanta. Pero al dar el primer paso, un estremecimiento recorre su cuerpo. No reconoce la estación. No recuerda haberla visto antes. Mira a Julián con desesperación, pero él solo le sostiene la mano con suavidad.


—Tranquila, Teresa. Estás a salvo.


Ella abre la boca para preguntar cómo sabe su nombre, pero algo en su mente se sacude. Imágenes desordenadas cruzan su pensamiento: un doctor pronunciando palabras que no entiende, su reflejo en un espejo con una mirada asustada, un hombre a su lado con un rostro parecido a Julián, pero difuminado sutilmente.


Teresa siente que se desploma. Se sujeta a una de las barras del vagón, jadeante.


—No… no recuerdo… —susurra.


Julián la ayuda a sentarse de nuevo. Su mirada es cálida, pero llena de tristeza.


—No importa cuánto olvides, siempre habráalguien para recordártelo.


Las puertas del tren se cierran y el convoy continúa su camino. Teresa respira hondo y, por un instante, se permite creer que aún tiene tiempo, que aún quedan muchos viajes por hacer.


 

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