Agosto del 91
El verano cruel cambió el guion y aquel amanecer apareció nevado. Yo recogía los restos de tus cambios de humor esparcidos por la habitación, y tú te apresurabas a cerrar la ventana por la que ya se colaban los copos despistados que el viento había arrastrado hacia nosotros. Aterrizaban erráticamente en el suelo y nos regalaban su último destello antes de ser agua, para luego ser vapor y regresar al cielo. A un cielo que ya empezaba a ser colonizado por un sol radiante que nos devolvía a una realidad implacable. En un suspiro, la nieve nos parecería un sueño.
Llegamos al andén, y como cada mañana, fuimos engullidos por un destartalado convoy de la línea cinco, que en contra de las leyes naturales, se las arreglaba para frenar a tiempo y encajarse en la estación.
La gente viajaba callada y sus miradas nos evitaban, éramos invisibles. En aquellos días, tú hablabas de la muerte y yo me ocupaba en mantener los frascos de veneno lejos de tu alcance. Como si tuviera el poder de evitar lo inevitable. Como si la verdad, suspendida en la niebla, se pudiera tocar con los huesos que nos quedaban.
La única verdad para nosotros eran unas vidas rotas. Irreversiblemente y prematuramente rotas. Y es que el diablo no se apiada de nadie, y menos de nosotros, que nunca se lo pedimos.
Siempre que subíamos al vagón, buscábamos aquel mensaje que dejamos dos años atrás arañando la pintura con un alambre, la noche en la que declaramos que nunca más volveríamos a dormir, la noche que dejamos atrás nuestros sueños y comenzamos a nadar en nuestras pesadillas: “Para siempre despiertos”. Aquel día el vagón era otro, y en el supuesto lugar había un corazón y Laura le declaraba amor eterno a J… ¿Javier? ¿Júlia?...
Aquella mañana tus ojos eran indescifrables y tu mente estaba perdida en algún infinito. No querías hablar y yo lo asumía resignado. Y te imaginaba repasando mentalmente alguna canción de Joy Division o intentando juntar algunos versos para ese libro que llevabas años diciendo ibas a publicar algún día, y del que nadie había visto nunca nada escrito.
Te bajabas dos paradas antes que yo, siempre salías decidida del vagón y, justo en el instante antes de que las puertas se cerrasen y el tren arrancara a toda velocidad, mirabas atrás y me regalabas tu mejor sonrisa.
Aquella mañana no lo hiciste, como si tuvieras miedo, quizá a cambiar de opinión, y tu silueta se fue diluyendo hasta que desapareció de mi vista. Y entonces entró en el vagón a toda prisa una chica de pelo liso y negro y se quedó frente a mí, jadeando, con la mirada clavada en mi camiseta de The Cult, hasta que sus ojos, tímidos, subieron y alcanzaron los míos, nadie antes me había mirado a los ojos en el metro.
Ya ha pasado un siglo y cada vez que atravieso la estación en la que te vi brillar por última vez, si consigo respirar, un viento frío cargado de cuchillos atraviesa mis pulmones. Me atormenta no haber podido despedirme de ti, dejar cosas sin decirte, canciones sin cantarte y abrazos sin darte ¿Habría cambiado algo?
Los trenes son nuevos, pero todavía sigo buscando nuestro mensaje cada vez que me subo a uno. Bueno, quizá no el nuestro, pero sí algún otro, de otra persona tan confundida como nosotros o tan genial juntando versos como lo eras tú. Busco mensajes e imagino historias.
La chica del vagón se llama Eva. Me cogió de la mano cuando me hundía, me regaló su luz, fue capaz de anular mi oscuridad y me enseñó a soportar el sol. Tenemos una hija y quiso que llevara tu nombre.