(Des)conocidas
La boca del túnel emite un chirrido rasposo, anunciando la llegada inminente del metro que esperan, ansiosas pero adormiladas, las personas hacinadas en el andén de Mundet; muchas muestran señales de la batalla interna que han librado hace escasas horas, tras suspirar un fin de semana, entre el deber y la pulsión berreona que pide a gritos quedarse en cama haciendo oídos sordos al deber. A Paz- que atiende a la regañina de una madre ojerosa- por regla general esta pulsión le pide leer; tan fuerte es esta fuerza en ella que la ha llevado a embutir un libro tras otro en su bolso durante los años que lleva haciendo el trayecto que recorre de casa al trabajo. Normalmente, ella es la única lectora a la vista.
El metro asoma finalmente la cabeza, rezongando. En un instante, una marea de anonimato y mutismo-de las primeras del día- entra en el vagón. Paz se sienta entre dos conectados pasajeros, sin reparar mucho en ellos: su mirada salta ágil de rostro en rostro, con la impaciencia de quien abre la puerta de casa sabiendo que un beso indefectible espera tras el umbral. Finalmente, sonríe. Sonríe porque, como desde hace pocos meses, la encuentra: sus ojos señalan a una joven tan enteca que Paz, cuando la vio por primera vez, pensó que un soplo de aire podría volatilizarla: por eso aún llama más la atención el grueso libro que sujeta con manos y rodillas, al que dedica una atención ardorosa y total, como si la temprana hora y el cenizo día de la semana no hicieran mella en su ánimo lector. Solo se mueve cuando la intensidad del relato obliga a fruncir el semblante o cuando se retira con indiferencia un mechón áureo que flota entre ella y la lectura. La chica sería una perfecta desconocida, disuelta en su entorno, si no fuera por la atracción que ejerce en Paz desde que reparó en ella y en su abstracción. Entre la maraña de rostros, voces y gestos indefinidos que la envuelven la chica es, según la inflamada imaginación de Paz, una heroína cotidiana como las que pueblan sus novelas. A pesar de no haber cruzado más que unas pocas miradas, su presencia actúa como bálsamo para la mujer, que con asiduidad busca inspiración en su entorno: la chica lectora es un símbolo de complicidad subterránea, de un anonimato roto por algún gesto amable, de…
Paz ríe ante su ensueño y, tras un último vistazo a la joven, baja en Liceo.
Una fecha más, el metro sisea hasta el final del andén. El flujo incógnito de gente se prepara para entrar, y lo hace con premura una vez abren las puertas. Los días, como los trayectos de metro, se componen principalmente de esperas, piensa Eva mientras se escurre entre dos turistas madrugadores; por eso trata denodadamente de exprimir sus esperas al máximo. Ahora, por ejemplo, su pensamiento aletea y la lleva lejos, lejos de hombros y ojos que rehúyen el contacto humano, escondiéndose tras pantallas hondas como pozos: quizá, aparte de línea de metro, comparte con ellos miedos, deseos y la necesidad imperiosa de agradecer al mundo las pequeñas victorias que a veces brinda la vida; sin embargo, el paso que separa a Eva de los cuerpos que la rodean es abismal. Aunque, en ocasiones, ese trecho se reduce: una mujer de mediana edad, que sujeta un libro con el índice entre dos páginas, la mira secuaz. La distancia entre ellas es cercana, casi familiar. Cuando no lee, observa con una bondad inequívoca impresa en la mirada.
Tras sonreír calladamente, Eva espanta el mechón rebelde de la vista y abre su libro, sumergiéndose en él.