Desde Can Cuiàs hasta Hospital de Bellvitge

Sonny Liston

Es martes y el revisor clava sus ojos en una joven que juguetea con el móvil: «su billete, por favor». No obtiene respuesta, tampoco de los siguientes pasajeros. Un muchacho bebe café en un vaso de cartón y no repara en él, pero el revisor no deja de clicar un imaginario billete. Está habituado a la indiferencia.


 


Se baja en Sagrada Familia y toma la línea 2 hasta Clot, donde hace trasbordo dirección Fondo. Así transcurre cada día — Línea 5, Vall D’Hebron-Cornellá, clic clic; Línea 4, Trinitat Nova-La Pau, clic clic clic—, el muelle de la tenaza gruñendo sin descanso, taladrando tiques que no le extienden. Ignorado hasta la extenuación, el revisor se siente una presencia desvanecida, una sombra chinesca dentro de los vagones.


 


De vez en cuando le gusta pararse delante el mosaico azulado de La Fontana, y seguir las formas de sus volutas amarillas, o detenerse bajo los faroles de Diagonal, donde siempre encuentra algún grupo de músicos callejeros.


 


Porque el revisor ya nunca sale del Metro de Barcelona.


 


Sólo un temblor de nostalgia le sacude al atravesar Universitat, la estación donde se arrojó.


 


 

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