Sagrada Familia

Marcial

Hoy, un señor mayor se acercó lentamente hasta mí y me preguntó un nombre:


—¿Manuel?


Debió llevar una gorra de felpa (y gris) para terminar de parecerse del todo a mi abuelo, pero no la llevaba. Le supuse unos noventa años, andaluces los primeros, y su mirada era serena o cansada, no sé, pero seguro partía de unos ojos húmedos y oscuros. Era evidente que en su mundo hacía frío y que su barba, apenas crecida, era lo único nuevo en él en años. Justo cuando me disponía a contestar la opción correcta agregó:


—Manuel, hijo...


Quizá resulte algo forzado, lo sé, pero no pude evitar recordar que han sido éstas las ocasiones en donde la literatura se ha ocupado de señalar un posible desvío en el curso natural de las cosas: partes «linkeadas» de la realidad, en donde un sí en verdad es un «doble clic» que abre algo que, según dicen, podría repercutir luego hasta en Australia.


—No soy Manuel, lo siento —digo escuetamente.


De fondo, el metro está yéndose. También aquí hay otro desvío. En el multiverso me estoy yendo a trabajar en él, bajo en Sagrada Familia y, una vez en el despacho, saludo a Montse asépticamente (porque así es como he ido aprendiendo con el tiempo a disimular mi amor no correspondido) y ella hará para que yo note su indiferencia sin caer en la cuenta que así la niega, y yo me iré a casa luego con esa victoria triste en mi haber.


Luego la jornada se iría fundiendo entre aconteceres varios como resultado de la acción de la rutina y de la entropía (paradójicamente, en igual proporción).


Regreso al universo plenamente actualizado, que es donde estamos el señor mayor y yo, y resuelvo acompañarlo hasta la salida del metro.


En el trayecto le pregunté si podía ayudarlo de algún modo. Me dijo que no, y su no era plural. Luego me tomó del brazo y ya no hablamos ni una palabra más hasta llegar a nuestro destino, provisorio (como todos los destinos) ahora circunstancialmente compartido. Veo el anuncio del centenario del metro de Barcelona, nada me impide imaginarlo en algún viaje estrenando no sólo el metro, sino también su juventud. 


A veces la literatura, como la música, se escribe con silencios. Acaso los «recorta y pega» de la realidad. Silencios que, para poder interpretarse, requieren actualizar los nuestros y ubicarlos justo allí, en ese lugar no menos plural, no menos poblado, en donde los signos se ocupan de nombrar las ausencias.


 


 


 


 

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