Trayecto fantasma

Joan Amat

Elisa siempre hacía el mismo trayecto. Dos calles caminando, una de ellas en cuesta, que cada día le hacía plantearse su estado físico, después metro en Vilapicina, línea azul hasta Entença, tres calles más allá y el trabajo. Un despacho de abogados.


Y a las siete de la tarde, el mismo viaje de vuelta, con una calle cuesta abajo que le hacía ser mucho más optimista de sus capacidades respiratorias.


Siempre las mismas calles y paradas, hasta el punto de que no tenía ni que acordarse de ellas, no eran más que un mecanismo automático en su cabeza. Uno que de vez en cuando tiraba del resorte, algo no estaba sucediendo como estaba previsto, una llamada de atención para que el alma volviese a hacerse cargo de aquel vehículo de carne y hueso.


Sucedió a la vuelta a casa, volvió en sí como si el resto del día hubiese sido un sueño. Había conseguido un asiento y además, el vagón no estaba muy abarrotado, cosa extraña a esa hora del día. Había algo. Sentía un escalofrío que le recorría la espalda, erizándole los pelos de la nuca. Hospital Clínic.


Aquella incomodidad aumentó, se revolvió en su asiento, cambiando poco a poco el peso a la otra nalga pero no solucionó nada. Se dio cuenta de lo que provocaba aquella perturbación: alguien le estaba mirando.


En cuento trataba de encontrar aquella mirada, escapaba, justo al borde del rabillo del ojo. La señora de allí había sido ella, o tal vez ese chico de la esquina no estaba tan ensimismado con los auriculares como parecía. Entonces se dio cuenta. Había una señora mirándola justo enfrente suyo. Por el otro lado de la ventana.


Parpadeó incrédula ,¿cómo podía estar del otro lado del cristal? En el túnel, pasando el metro a toda velocidad a unos centímetros de su cara. Allí estaba en contra de toda lógica, mirando con curiosidad hacia el interior. Directamente hacia ella, entre las cabeza de dos chicos agarrados de la mano que continuaban hablando distraídamente sin darse cuenta de lo que estaba sucediendo en sus narices. Es decir, nucas.


No solo ellos, sino que ninguno de los acompañantes del metro parecía estar dándose cuenta de ello. Era imposible.


Tenía que tratarse de un anuncio, de estos que la imagen pasaba tan rápido que se veía desde el metro, como cuando pasabas las imágenes de un cuento y podías ver a los personajes moviéndose a trompicones. Aquella figura, sin embargo, estaba completamente nítida. Diagonal.


Desapareció y respiró aliviada durante los treinta segundos en los que pensó que todo había sido producto de su imaginación. Saltó de la silla en cuanto volvió con la oscuridad de los túneles. Quiso preguntarle a la joven que tenía al lado si podía verla, pero se sentía demasiado ridícula. Necesitaba acercarse para comprobarlo. Al mismo tiempo con los asientos ocupados no podía hacerlo sin parecer una loca. Esperó.


Verdaguer, Sagrada Família. Con la mirada fija en esos ojos que nunca parpadeaban.


Las paradas pasaban sin quitarle los ojos de encima, sin moverse, ni siquiera un centímetro. Pasó Vilapicina. Podría haberse bajado y volver a casa, aunque ¿cómo se iba a olvidar de aquello? Continuó hasta que los asientos se despejaron y el vagón quedó vacío.


Entonces se acercó, primero un paso, tímidamente, el rostro más cerca, otro y otro hasta que estuvo encima del asiento de plástico, mirando por la ventana viendo su reflejo. Se rio como una tonta de su equivocación, solo era su reflejo.


Se rio mientras a través del frío cristal, el viento y el ruido, veía como volvía a su asiento.


 

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