Reacción en cadena
El vaivén del tren te sume en un estado de duermevela; un sopor apenas resistible tras veinticuatro horas de turno. El trayecto de veintisiete paradas proporciona un margen suficientemente tentador como para estrenar el primer sueño. El murmullo general creciente actúa como indicador del llenado progresivo del vagón, menor que otros días a esta hora al ser domingo. Abres perezosamente un ojo y, una vez más, te sorprende la seriedad de los rostros de la concurrencia, aunque son pocos los que tienen aspecto de ir a trabajar. Ya hace un tiempo que piensas que el mundo se ha olvidado de cómo reír y la felicidad parece un lujo al alcance de unos pocos. Cierras de nuevo los ojos con la intención de abandonarte, aunque sea de forma superficial, en brazos de Morfeo. Un sueño empieza a tomar forma en el subconsciente cuando las primeras notas de un ukelele provocan una leve interferencia. Al menos no es un adolescente con un altavoz rebosando sucedáneos de canciones plagadas de autotune. Si el rasgueo no pierde el ritmo, puede convertirse en un hilo musical bastante agradable para tu propósito. Un repiqueteo de percusión a tu lado te hace pegar un respingo. Las manos de la propietaria bailan sobre la conga acoplándose con gracia al ritmo de la cuerda. No te queda claro si conoce la canción o la sintonía entre ambas es producto de su habilidad. Unas maracas salidas de la nada se añaden al dueto improvisado y un arranque de palmas flamencas cierra el cuarteto. La curiosidad vence al cansancio y te enderezas para ver el grupo que regala este concierto matutino. No parecen tener ninguna relación, pero la melodía ha tejido un lazo entre ellas que las impulsa a acercarse progresivamente las unas a las otras hasta quedar situadas en uno de los huecos de la puerta. La tensión que dominaba tu cara se ha ido desvaneciendo para dar paso a una sonrisa y ves el brillo de tus ojos reflejados en los de la pareja de señoras mayores que tienes delante, que también disfruta del espectáculo con las manos entrelazadas.
Un grupo de corredoras con las camisetas empapadas en sudor levanta de sus asientos a tres futbolistas amateurs con cara de jugarse el descenso en el partido de hoy y los arrastra hasta una pista de baile improvisada, lo que desata algún que otro jaleo por parte de un público cada vez más entregado. Y entonces lo ves, no es tu gesto el único que ha cambiado. Una luz ha impregnado el rostro de los ocupantes del vagón y prácticamente nadie ha sido inmune al efecto de las notas musicales. Los últimos remates de percusión anuncian el final de la actuación y los bailarines saludan ceremoniosamente a la concurrencia en medio de una ovación cerrada tanto para ellos como para la banda improvisada. Una de las integrantes abandona el tren enmedio de aplausos y silbidos mientras el resto retoma sus posiciones iniciales. Vuelves a cerrar los ojos, ahora sin sueño, maravillada de cómo, lo que ha empezado siendo un acto de generosidad individual, se ha convertido en una manifiestación de alegría colectiva. El sonido de fondo ha cambiado de matiz y las conversaciones cada vez más animadas te acunan el resto del trayecto. Y mientras el dios del sueño te recibe te das cuenta de tu error: la felicidad no es un privilegio destinado a unos pocos afortunados; es algo que hay que aprender a encontrar en las pequeñas cosas.