La primavera
Manos de pianista, alma de poeta y el ímpetu de un explorador. Así era el amor perfecto construido en los anhelos de Celia, la mujer que viaja a tu lado en este vagón de metro lleno de ruido. Sentirse admirada por quien le despertase a ella admiración, no le pareció en su día mucho pedir, pero el paso del tiempo y los desengaños le fueron dejando claro que sí: era mucho pedir.
En su lugar, no hubo almas de poeta, sino alguna que otra originalidad de otros copiada ocurrentemente a tiempo. Las manos de pianista eran escasas, no pudo ser jamás acariciada por ninguna. Y el ímpetu de explorador fue confundido con deseos de triunfo post universitario, algo mucho más mundano que trazar rutas nuevas jamás imaginadas. Al fin y al cabo, la vida ideal sólo existe en la mente desde donde es proyectada. Había que bajar al mundo real.
Para cuando llegó a la treintena, había Celia bajado tanto al mundo real, que ya no contemplaba más que encontrar, sin adjetivos, un amor. Y al no haber ya un escenario luminoso desde donde tirar de memoria y recuerdos, acabó inmersa en el cliché de salir con un hombre casado y con hijos en edad escolar. Queriendo creer que se trataba de un amor imposible, alimentado y hecho especial en el pensamiento, terminó siendo uno muy posible, sobretodo para él. Las palabras y las caricias no tardaron en oler a fracaso: ella trataba de ilusionarse echando perfume nuevo, pero la fragancia rápido evaporaba, y pronto volvía el mal olor. No era tanto pedir, pero siempre acabó por ser mucho.
Con todo el dolor que da la toma de conciencia cuando ésta es incómoda, puso fin a esa historia, a una edad en donde muchos a su alrededor ya daban por sentados los dos juegos de llaves para entrar en casa.
Hoy, meses más tarde, se aferra a sus auriculares y a un flequillo largo que le hacen de escudo protector para cruzar, día sí y día también, la línea 2 de metro desde Sagrada Família a Sant Antoni. Ya de vuelta, esta tarde, con el tedio esperable del último día de invierno flotando en el vagón, va frenando el convoy al aproximarse a la estación de Monumental. Y de pronto unas bellas manos de dedos largos le entregan un papelito doblado en cuatro. La mirada enfoca al rostro de quien lo da; una sonrisa confiada y unos ojos atentos se despiden mientras cierran las puertas.
Arranca de nuevo el metro y, por el rabillo del ojo, consigues ver las manos de una Celia atónita abriendo esa pequeña nota en la que, debajo de un número de teléfono, puede leerse sin rastro de faltas ortográficas: "tan solo dime qué canción escuchabas."