Todo es efímero
¿Alguna vez ha aparecido en tu vida alguien que en tan solo dos segundos es capaz de cambiarte la vida? Alguien que con una mera interacción de escasos minutos deja huella. Te deja una sensación que se siente como si te hubiesen removido por dentro. Te das cuenta de que quizá hay gente a tu alrededor que lleva ahí años, quizá desde siempre, y al lado de esa persona fugaz, esa interacción efímera, es insignificante.
De vez en cuando me acuerdo de ella. Fue años atrás, en un Sant Jordi lluvioso en Barcelona. Según el pronóstico del tiempo no llovería hasta tarde en la noche y para entonces tenía planeado estar ya en la cama. Cuando iba andando por el carrer Pelai, entre Plaça Catalunya y Plaça Universitat, empezó a llover de forma abrupta. Era una lluvia intensa que no había visto en años, no con esa intensidad. Metí mi libro dentro de mi chaqueta y eché a correr hacia el metro en Universitat, esquivando a todas aquellas personas que buscaban también salvaguardarse de la lluvia. Tratando de no resbalar entre la multitud llegué a la boca del metro. Había tanta gente que casi no se podía caminar. Aún así me di paso entre todas aquellas personas y encontré una esquina adecuada para descansar y recuperar aliento antes de irme para casa. Estaba distraído, comprobando si mi libro estaba bien, cuando alguien me empujó y caí al suelo. El libro salió disparado, pero casi ni me di cuenta debido al susto por la caída. De pronto, una voz gruesa se disculpó conmigo y antes de que pudiera yo reaccionar me agarró una mano del brazo y me levantó sin apenas dificultad. Volvió a disculparse. Asentí y el hombre se marchó. Me di cuenta en ese momento de que no tenía mi libro.
Alguien me tocó la espalda. Me giré para ver a una chica más alta que yo, de pelo marrón oscuro, que parecía negro porque estaba mojado. Me miraba fijamente con unos grandes ojos marrones y me habló con una sonrisa.
—¿Este es tu libro, no?
—Sí —respondí sonriendo—. Gracias.
—Está un poco mojado. Es una pena.
Asentí. No supe que más decir.
—Me gusta tu pelo, por cierto. Feliç Sant Jordi.
La chica se giró y empezó a caminar. Di un paso al frente para preguntarle su nombre, pero una masa de gente se interpuso en el camino y antes de darme cuenta la había perdido de vista. Suspiré, rendido, y miré el libro que me había dado, que no era el mío. Había comprado escasas horas antes 1984 de George Orwell en una edición ilustrada, y ahora se encontraba en mis manos, de la misma editorial y con ilustraciones, las Cartas a un joven poeta de Rainer Maria Rilke. Parecía mentira: antes de comprar el libro de Orwell, me pasé media hora pensando en si comprar el de Rilke en su lugar.
Acudí al mismo sitio y a la misma hora durante unas semanas, cada día, para ver si ella volvía, pero no sucedió. Nunca coincidimos.
Pasaron los años y cada vez que veía ese libro en mi estantería me acordaba de ella. El hecho era que, después de habérmelo leído, mi perspectiva de la literatura cambió, y con ella, la del mundo. Gracias a esa desconocida me adentré en la poesía y conocí un mundo precioso que nunca antes me había llamado realmente la atención.
Sant Jordi otra vez, diez años después. Llovía. Esa vez estaba a cubierto en la línea verde, en Catalunya, esperando al metro. Quedaban cuarenta segundos para que pasara en el andén contrario. Entonces la vi ahí, en frente, sonriéndome al otro lado de las vías. Nos saludamos justo antes de que pasara el metro. Le di las gracias con un gesto.
No la volví a ver.