SEGUNDA OPORTUNIDAD
Cada día a la misma hora espero paciente al lado de la máquina de billetes. Desde allí, desde una esquina, veo las últimas escaleras de acceso. Cuando algún empleado pasa a mi lado, disimulo y trato de sacar un billete. Las nuevas tecnologías no son para los mayores, pero hay que adaptarse, como dicen los jóvenes. Me coloco las gafas de pasta y voy apretando los pequeños botones de la pantalla táctil con mis torpes dedos. De pronto, su dulce aroma llega a mí y mi corazón se acelera como en mi juventud. Hacía tanto tiempo que las mariposas no volaban en mi estómago que me siento torpe. Camino unos pasos por delante de ella hasta las puertas metálicas. Acerco mi billete con la mano temblorosa y espero. El pitido de la puertecilla acompaña el compás de los latidos de mi corazón: pi, pi, pi… El sonido resuena en mis oídos durante unos instantes como una melodía acompasada. Me giro y la miro de reojo. Mientras me giro, me gusta pensar qué bufanda se habrá puesto hoy: será la rosa de lunares o la azul cielo con pequeñas estrellas que hace juego con sus vivos ojos. Es muy presumida y cuida mucho cada detalle. Hace un par de días, también llevaba un broche a juego prendido en su abrigo. Era la primera vez que se lo veía y estaba radiante. Ese día hasta me pareció que se fijaba en mí y me sonreía. Entre el sonido de mis pensamientos creo escuchar el pi, pi, pi … y levanto un poco la cabeza. Allí está ella, tan bonita como siempre. Entra y se dirige lentamente hacia mí. Lo tenía todo preparado para ese momento. La miro e intento articular unas palabras ensayadas decenas de veces, pero mi voz se queda muda. No soy capaz casi ni de respirar. Las mariposas revolotean como locas en mi estómago. Ella creo que se da cuenta. Me mira y por primera vez me sonríe. Le intento mantener la mirada, pero empiezo a sentir un calor casi enfermizo en mi cara. Bajo la mirada y con ella pierdo mi oportunidad. Ella continúa su camino hacia las escaleras. Respiro, tomo aire y trato de calmarme. Mi respiración es rápida. Escucho cómo el convoy se acerca y rápidamente miro hacia las escaleras. La veo avanzando lentamente, le quedarán unos cinco peldaños para llegar al andén. Decidido, camino lo más rápido que puedo y me agarro al pasamanos. En ese momento entra el metro. Se para y los pocos viajeros que hay en la estación se mueven apresurados para subir. En el transcurso de ese devenir de gente sucede algo que no esperaba. Ella se detiene en el último escalón y levanta su mirada hacia mí. Mis manos empiezan a temblar y mis pies se quedan inmóviles. Sonríe. No se mueve. Una ráfaga de viento sube hacía mí. El metro desaparece de la estación, sin embargo, ella sigue parada sonriendo desde ese último escalón. La miro y una sonrisa aparece en mi rostro. Mi cuerpo tiembla, pero con todas mis fuerzas bajo las escaleras lo más rápido que me permiten los años, que ya son muchos. Cuando llego al andén, allí está, esperándome. Su sonrisa la hace parecer todavía más bella. Me acerco y esta vez, mi discurso que de memoria lo sabía, sale de mis labios con las más dulces palabras que recuerdo haber pronunciado nunca.
—¡Gracias por esta segunda oportunidad! —le susurro al oído.
Y con todo el valor que me queda, la agarro con fuerza de la mano y entramos en el vagón con la ilusión de continuar juntos haciendo un largo viaje.