Citas express con aroma a cafe

Edgar Tsuki

Esta historia comienza en el momento que decidí pasar al siguiente nivel y descargarme la app más conocida de ligoteo: Tinder. ¿Quién no se la ha bajado alguna vez?


En esos momentos, aún no había salido de ese jodido paradero llamado: EL ARMARIO. Así que me inventaba en casa con quién iba. Tampoco decía ninguna barbaridad, casi siempre era el mismo plan: “vamos a tomar un café con lxs amigxs de la uni”. 


Seguro que el camarero del bar de la estación de metro de al lado de casa estaba alucinando viendo la tanda de chicos diferentes que me acompañaban a ese bar. Día y noche. Pero era mi zona de confort y me tranquilizaba estar en un espacio que conocía a la perfección.


Una noche, antes de tener una cita al día siguiente, me atreví y senté a mis padres en el sofá. Me puse enfrente de ellos y les comenté tranquilamente:


- Mañana quedaré con un chico para tomar un café. 


Tal cual.


Mi madre me dijo:


- Genial. ¿Quién es?


Mi padre en cambio:


- No entiendo. ¿Qué significa eso?


Se lo expliqué bien a los dos y se lo tomaron bastante bien. Ingirieron la “info” g(u)ay mientras cenábamos.


Al día siguiente volví al bar de siempre. Un besito para el camarero por si lo está leyendo. ¡Qué vergüenza!


El momento estelar de esa cita fue cuando vibró mi móvil que estaba encima de la mesa y apareció una notificación… ¡Era un mensaje de mi padre! Ponía: “¿Cómo va con ese chico? Cualquier cosa, me dices, y paso para partirle las piernas.” Mi padre es todo un risotas.


Me empecé a descojonar. No por el mensaje de mi padre, sino más bien por la cara del tío cuando leyó en diagonal dicha notificación. Y yo para rematar le dije:


- Es mi padre que me está esperando en esa esquina por si pasa algo.


Y esa fue la última cita. Y no por la broma. Más bien porque hubo la pandemia de por medio. ¿Alguien se acuerda? Mejor no hablemos mucho de ello. Lo llevé un poco “regu”. Me deshinché bastante, amorosamente hablando, y no quería saber nada de esas mierdosas apps. Pero sí, caí en la tentación de nuevo y me la volví a instalar en cuanto vi que se podía volver a salir a la calle.


En plena post-pandemia, me topé con un chico (mi futuro marido, aunque él no lo supiera en ese entonces). Me dio “match” y empezamos a hablar.


Coincidimos (y seguimos coincidiendo) en muchos gustos y aspectos, así que decidimos vernos el 30 de diciembre. Justamente el mismo día que celebraban los 100 años del metro en la estación de Passeig de Gràcia de la L3.


Lancé la tradición a la basura y no lo llevé al bar de siempre ya que se ubicaba en esa misma estación y estaba a reventar de gente. Así que lo esperé en Plaza Cataluña, al lado del Triangle (típico punto de encuentro, cómo no).


Lo esperaba mirando el móvil, entrando a su conversación de WhatsApp. Y entre la multitud escuché una voz familiar que decía: “¿Hoy no hay café?”


La palabra “café” me retumbó en la cabeza. Al instante volteé la cabeza y me cuestioné: “¿Dónde habré escuchado yo esa voz?” Y sí, en efecto Señor Watson. Era el camarero. Y te preguntarás qué cómo no lo reconocí por fotos en la dichosa app de citas. Pues bien, porque me centraba en lo que no me tenía que centrar: en agradar a todos esos tiparracos que me hicieron perder el tiempo en esa cafetería. Sí, matadme.


Y desde aquel mismo instante, comenzó nuestra relación. O bueno, se podría decir que comenzó mucho antes. ¡Muchos cafés atrás!


Aún no me creo que esté escribiendo este relato sentado en nuestro sofá, al lado de él, tomándonos un delicioso café.

T'ha agradat? Pots compartir-lo!