De Universitat a Sant Andreu

Andrés Cisneros

Hace tiempo que no pensaba en ti. No sé cuándo pasó tu último recuerdo por mi cabeza. Pero hoy, algo llamó mi atención en aquella chica junto a la máquina de billetes de la parada Universitat, en la línea 1. Al verla peleando con la máquina, sus cascos puestos, su abrigo que llegaba más abajo de las rodillas y sus manos finas golpeando la pantalla... casi me dio un infarto. Juraría que eras tú.


Estaba tan convencido de ello que me tembló todo el cuerpo. Con esa carpeta de la UAB y ese caminar con determinación, parecía que tu aura hacía que la gente se apartara para dejarte paso. No quise ser demasiado obvio, así que me detuve a una distancia prudente.


Si realmente eras tú, no quería que pensaras que te seguía. Tenía que parecer un encuentro casual.


Cuando llegó el metro, no había previsto que me quedaría en el andén anterior al que tú ibas a subir. Tenía que disimular para acercarme. Por suerte, no era difícil pasar desapercibido; la línea roja siempre está abarrotada a esa hora. Me abrí paso entre la multitud hasta que logré verte. No podía ver tu cara. Estabas sentada, y un señor delante de ti tapaba mi vista. No recuerdo si fue en Marina o en Glòries, pero cediste tu asiento a una señora que subía. Entonces pude verte… y no eras tú. Qué decepción.


Pero se hizo costumbre verla. Cada día subía al metro en Universitat. Mi agobio por coger el metro en hora punta se transformó en una parte divertida de mi día. Podía observar a esa chica que me recordaba tanto a ti. Con sus cascos, su carpeta de la Autónoma y ese estilo tan particular, cada día llamaba más mi atención.


Me preguntaba qué estaría escuchando o qué llevaría en esos apuntes. La miraba morder su lápiz una y otra vez. Era muy educada; siempre que se sentaba, acababa cediendo su asiento. Se la veía tan inteligente, tan divertida...


Es curioso que los trayectos en el metro puedan decirte tanto de alguien. Le gustaba el café; siempre llevaba uno entre las manos. Los miércoles y los viernes hacía yoga; lo sabía por la esterilla que sobresalía de su mochila. Me parecía graciosa, con esas frases irónicas que a veces veía estampadas en sus sudaderas. Le gustaba la poesía; la había visto leer a Benedetti, Neruda, Eduardo Mendoza... Mil detalles me hablaban de su personalidad. Cada día me gustaba más.


Ella siempre se bajaba en Sant Andreu, y yo pasaba las siguientes estaciones maldiciéndome por no haberle dicho nada, por no haberme acercado ni haberle hablado. Muchos días me quedaba a un suspiro de hacerlo, porque sentía que ella también me miraba. Hasta parecía que me sonreía de vez en cuando.


Recuerdo cómo no hacía más que fantasear en mi cabeza. Quizás la saludaría en Catalunya o, en Urquinaona, le guiñaría el ojo. Tal vez en Espanya le comentaría algo sobre el libro que estuviera leyendo, o en Fabra le preguntaría dónde hacía yoga. Los días se sucedían y yo seguía sin atreverme.


Hasta que se me ocurrió: el próximo día me bajaría en Sant Andreu y aprovecharía para hablar con ella. Total, ¿qué podía salir mal? Como mucho, me ignoraría. El metro es enorme, siempre podría tomar otro vagón si todo salía mal.


En cuanto la vi subirse en Universitat, todo el trayecto se me hizo un nudo en la garganta. Apenas podía respirar. Las nueve paradas hasta Sant Andreu se me hicieron eternas.


La vi acercarse a la salida y salí tras ella. Subimos juntos las escaleras y, al llegar a la calle…


¡Oh! Se acercó a un chico, lo abrazó y le dio un beso en la boca. Después se marcharon de la mano, caminando juntos.

T'ha agradat? Pots compartir-lo!