Un gesto en silencio
Como cada mañana, bajé las escaleras mientras mi mente repasaba la lista de tareas que me esperaban ese día. La atmósfera diferente del metro me envolvió al cruzar los tornos. Siempre el mismo camino en la L2, el mismo sonido de pasos apresurados, los mismos rostros que pasan sin mirar como si estuvieran ausentes.
En el andén, algunos pasajeros miraban sus teléfonos, otros tan solo esperaban. El metro anunció la llegada rugiendo desde la oscuridad. Subí y me senté en un asiento libre, apoyando la espalda en el respaldo como de costumbre.
Acomodé el bolso sobre mi regazo y me aseguré de que estuviera bien cerrado. Al levantar la vista, un niño me observaba con curiosidad. Le guiñé un ojo y en su rostro apareció una sonrisa tímida. Su madre, al notarlo, me miró con complicidad y eso me hizo sentir más segura.
El vagón iba medio vacío. Enfrente, un hombre con traje tecleaba en su móvil con la rapidez de quien escribe casi sin mirar. A su lado, una mujer con auriculares cerraba los ojos, ajena a todo. Personas que acudían al trabajo resignadas. Nadie hablaba. Era el silencio habitual del metro, gente refugiada en su propia burbuja, donde el contacto con los demás parece algo innecesario.
Durante las primeras paradas, disfruté del ruido mecánico y el leve murmullo de conversaciones lejanas. El traqueteo del tren me adormecía. Pasaron unas cuantas paradas y, cuando volví a abrir los ojos, el vagón estaba repleto. Estaba en la parada de Sagrada Familia. Rostros de todas las edades y de distintas partes del mundo se apretaban en el espacio reducido. Me sorprendió el cambio repentino.
Miré a mi alrededor, observando los gestos y las miradas esquivas de los que estaban de pie. Fue entonces cuando lo vi. Un anciano de espalda encorvada se sujetaba con dificultad a una de las barras metálicas. Vestía un abrigo algo gastado. Sus manos parecían temblar al aferrarse al tubo frío. Buscaba con la mirada algún asiento libre. No lo había. Nadie pareció notar su presencia, absortos en sus pantallas.
Durante unos segundos, me quedé quieta. Observé su rostro lleno de arrugas, la manera en que su mirada recorría los asientos sin hallar respuesta. A su alrededor, la indiferencia continuaba. Nadie se movía.
Esperé hasta que nuestras miradas se cruzaron. Cuando sucedió, le sonreí y me levanté. Le indiqué con un gesto que tomara mi asiento.
El anciano me miró sorprendido y creí que no aceptaría mi invitación. Pero entonces su rostro reflejó una gratitud silenciosa. Se sentó despacio con un suspiro que me pareció de alivio. No le oí dar las gracias, pero no hizo falta; con su mirada lo dijo todo.
Por un momento, sentí la necesidad de exclamar que a los ancianos hay que cederles el asiento, pero me contuve. ¿Para qué? ¿A quién iría dirigido mi reproche? Las personas seguían en su mundo, ajenas a todo. La mayoría parecía venir de otros países, de otras costumbres. Tal vez, en su cultura, esa norma no era tan evidente. O quizá, en realidad, todos ignoraban al anciano.
Me quedé de pie, sujeta a la barra, con una sensación extraña. No era indignación, sino más bien todo lo contrario. Me sentí satisfecha por hacer lo correcto sin necesidad de testigos ni aplausos.
Esa noche, al acostarme, volví a pensar en el anciano: en su mirada, en su leve sonrisa, en esos momentos en que dos desconocidos se entendieron sin palabras.
Me dormí sin darme cuenta, todavía con una sonrisa.