Contracorriente

Katana

Crucé el umbral en el último instante, justo antes de que el pitido final anunciara el cierre de puertas. Mi respiración era un temblor desordenado tras la carrera por las escaleras, pero algo dentro de mí sabía que debía tomar ese metro exacto. No podía explicar por qué.


No sabía en qué línea estaba ni hacia dónde me dirigía. Era un alma errante en el centro de una ciudad desconocida, sin mapa ni destino escrito. Huir. Eso era lo único cierto. Pero no era una huida frenética, no de esas que obligan a mirar sobre el hombro con paranoia. Era una fuga más honda, la que se aferra a los huesos, la que hiela la sangre hasta que el miedo mismo se convierte en impulso, hasta que el latido seco del pánico dicta cada paso. Correr. Moverse. Avanzar sin razón aparente.


Y así había llegado hasta aquí, donde escapar era lo único real en un mundo que parecía desvanecerse. Intenté detenerme, contener el galope frenético de mi corazón, regular la respiración, sujetar mis propios movimientos como si fueran riendas sueltas. No lo conseguí.


Me entregué al vaivén del tren, al murmullo mecánico de los raíles, a la inercia de mi propio cuerpo. Vagaba entre los vagones, contando los pasos, escuchando el retumbar de mis pisadas. Intenté convencerme de que nadie me veía, que era un fantasma en tránsito, que podía desaparecer a voluntad, como me hicieron creer mis padres de niña.


Pero distinguía rostros. Ojos vacíos, pensamientos atrapados en otra parte. Nadie me veía. Y, por un instante, sentí el cosquilleo infantil de lo imposible: la certeza de que, quizá, realmente podía volverme invisible.


En cada estación, el ritual se repetía. Subían y bajaban personas, sombras en movimiento. Cuando me detenía a observarlas, descubría que muchas de ellas tampoco sabían hacia dónde iban. Quizás no estaba tan perdida como creía.


Seguía avanzando, paso tras paso. Saludaba a cualquier criatura diminuta que ondeara su mano en mi dirección, cedía el paso cuando lo creía conveniente, me deslizaba entre túneles humanos. De reojo, vi desfilar nombres familiares: Passeig de Gràcia, Urquinaona, Jaume I… En cada parada descendían historias disfrazadas de personas, preocupaciones ahogadas en música, vidas que nunca volvería a ver o que, quizás, algún día cruzarían de nuevo mi camino sin que las reconociera.


Mi corazón, antes encabritado, comenzaba a calmarse, a marcar un trote ligero. Ya no recorría los vagones con la urgencia de quien huye. No tenía un destino, pero en la bruma profunda empezaba a vislumbrar un inicio.


Entonces me di cuenta: caminaba en dirección contraria al avance del tren, como si, sin saberlo, intentara resistirme al lugar al que la vida quería llevarme. Tonta de mí por pensar que podía correr en contrasentido para siempre sin pagar un precio. Pero todavía no estaba preparada para afrontarlo. Quería hacerlo como un ser completo, no como un esbozo de lo que podía llegar a ser.


Me frustraba estar siempre huyendo, dejar que el mundo tomara decisiones por mí. El metro se detuvo en Barceloneta y, de algún modo, fue él quien me impulsó a levantarme, quien me obligó a bajarme. Observé las flechas despintadas que me señalaban la salida, las paredes embaldosadas me recordaban que pequeños fragmentos podían construir algo más grande.


Nunca había estado en esta zona. Aún no conocía el mar.


El viaje me había calmado. No por completo, pero ahora conseguía dominar el pulso de mi corazón en vez de dejar que él me dominara a mí. Quizás eso era el inicio...

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