El libro
Alicia, te cuento. Yo salía de comer con una copa de más... y entré en el metro para volver a casa. Me senté en el primer asiento vacío que vi, al lado de un hombre que olía muy bien. Él iba leyendo las últimas páginas de un libro e intenté ver cuál era. Él levantó la vista... qué vergüenza al acordarme, no te rías... y no se me ocurrió más que preguntarle qué le había parecido la novela. La empezó a agitar rítmicamente, como un abanico, me contestó como si nos conociéramos de toda la vida que le había encantado y que el autor era uno de sus preferidos y me preguntó si la había leído. Yo esperaba un silencio o un sí o no y ya. Me quedé paralizada, la copa de más que llevaba encima no ayudaba. Y Alicia, escucha... era tan atractivo ¡Era guapísimo! Pasaron unos segundos en los que me quedé callada, pasmada hasta que pude reaccionar y le dije: sí. Sí, sí. Y él: ¿cómo? Y yo: sí. Sí, la he leído. hace tiempo. Me gustó. Perdona. Y él: ¿perdona por? Y yo: bueno yo... no soy así. Osea que sí soy, pero he bebido algo de vino. Nunca bebo, solo a veces. Dios, qué vergüenza. Y él ya con una sonrisa, me dijo que no me preocupara por nada, que se alegraba de que también me hubiera gustado el libro. Anunciaron la siguiente parada y comprobé que no solo me había pasado la mía, sino que iba en dirección contraria. En un esfuerzo por conservar la dignidad opté por fingir que todo iba bien, mirada al frente. Entonces noté que era él quién me observaba, me giré y me dijo divertido: todos tenemos un mal día. Se levantó y se fue cojeando hasta la salida.
Un par de semanas más tarde iba en el metro y oí que alguien decía: Eo, ¡aquí! Sí, Alicia, era él.
Hoy no he bebido, le dije.
Alicia, tienes que entender que estaba muy nerviosa, no esperaba volver a verlo y menos que se acordase de mí.
Se rio y dijo que se alegraba de haberme encontrado. Yo también me alegro de verte, le dije. Él señaló su pierna y la levantó ligeramente. Me explicó que se estaba recuperando de una caída, que le tocaba ir a rehabilitación y era precisamente a donde se dirigía.
Llegaba su parada y se bajó de nuevo cojeando, nos despedimos y me dijo que se llamaba David. Ahora sabía su nombre y que una vez a la semana tenía que coger el metro a esa hora y en esa dirección. Pasó una semana y repliqué las condiciones, nos encontramos en el andén. David me tocó el hombro y me dijo sonriendo, tenemos que dejar de vernos así. Es mi secreto, solo existo en el metro. Nos sentamos en un banco y le propuse dejar pasar un par de trenes y esperar al siguiente. Estuvimos hablando y el metro debió de pasar unas cien veces. Sacó su teléfono del bolsillo y vi su fondo de pantalla, dos niños. ¿Tienes hijos? Me dijo que sí. Pasados unos segundos tensos me dijo que su situación familiar era muy complicada. Cogimos el siguiente metro en silencio. Estuve un par de semanas evitándolo. Al final las ganas de verlo me pudieron y fui a su encuentro un viernes. Él me miraba como pidiendo perdón, yo lo miraba con tristeza, por lo que ya no sería. Me dijo que se había sorprendido echándome de menos y que no se podía permitir ninguna locura. Me dijo que quizá en otro tiempo o en otras circunstancias. Nos sentamos juntos y nos dimos la mano en silencio hasta que llegó su parada. Ya no volveré a rehabilitación, cuídate mucho. Espero que nos volvamos a encontrar. Yo también, le dije. Cada uno se fue por su lado.
Igual el amor verdadero es esto, vivir buscando a una persona entre los rostros de la gente.