También yo fui feliz

Nadine

Por favor, ayúdenme. No me escuchan. ¡Por favor! Intento darle más fuerza a mi voz, sin éxito. Los pinchazos en el abdomen me están matando. Estación de metro de Urquinaona, una tarde de diciembre. La gente pasa de largo por el andén, como perseguidos por un demonio invisible. Me apoyo en la pared, estar arrodillado hace que me duela más. Percibo un lejano aroma a pollo asado. Qué hambre.


Antaño, también yo había sido feliz. Hasta 2019. Recuerdo nuestro salón en calle Nápoles 272. Era octubre y llovía. Había llegado el día: Elena y yo íbamos a dejar que las niñas bajaran solas a la pollería de abajo a por el protocolario pollo asado.


—¡Olivia, Nerea, venid un momento!


—¡Vamos, mami!


—Papá y yo hemos pensado que podríais ir vosotras a la pollería hoy, ¿os apetece?


—¡Síii!


—Venga, pero no os entretengáis intercambiando cromos con el hijo.


Mientras Elena busca los doce euros, yo les preparo las bolsas y las llaves para la gran expedición. 20 de octubre del 2019, último día de felicidad. Al día siguiente, Elena descubrió que yo había tenido una aventura años atrás. Ese día, el amor cedió el paso al odio. Besos a portazos. Proyecciones de futuro a afán de destrucción. Fue a por mí y a por todo lo que tenía.


La Navidad se percibe en el ambiente mientras me latiga una brisa infernal. Hace humedad. Un sudor helado me recorre la espalda. Reclinarme me había ayudado, pero el dolor vuelve a apoderarse de mí. Me retuerzo mientras veo las multitudes pasar. Soy invisible, como siempre. Insignificante. Espero una reacción de alguien, en vano. Estoy acostumbrado a las miradas curiosas. Ya sabéis cuáles, esas que se inician en la distancia solo para desaparecer al mínimo riesgo de ser correspondidas por la mía. O las de parejas que pasan de largo y se lanzan gestos indignados cuando creen que ya no las veo. Estoy acostumbrado.


Decido volver a intentarlo. Miro la vieja gorra roja ante mí. Cuarenta y tres céntimos. Lo guardo. Por favor, ¡ayuda! Nada. ¡Necesito una ambulancia! Nadie. Desde una puerta de vagón abierta, el estridente sonido de un músico cantando Jingle Bells castiga mis oídos. Me pongo la mochila y hago ademán de levantarme. El dolor se multiplica por diez y me doblega. Me apoyo en la pared. Tengo que moverme de aquí. Soy nadie entre miles. Mi visión se nubla, todo se convierte en un baile de colores y movimientos. Unas zapatillas Converse rojas se detienen ante mí. Alguien me habla. Noto la cabeza ligera – oscuridad.


Pitidos. Luces blancas. Algo se mueve. ¿Señor Ramírez, me escucha? Recupero la visión mientras, lentamente vuelvo a mí. Estoy en un hospital, no sé cuál. Voces dispersas me anuncian que me han operado. Que tenía el apéndice en llamas. Que puedo dar las gracias por el joven que me ha traído aquí. ¿Joven? El cansancio vuelve a vencer a mis ojos y mi consciencia.


Después de unas horas, me despierto de nuevo. En la esquina de la habitación, veo unas Converse rojas. ¡Hola! dice una voz jovial. Levanto la mirada. Un chico de unos veinte años, vaqueros desgarrados y sonrisa simpática, sentado en el sillón de visitante. Se acerca a mí. ¿Quieres agua? Sí, gracias. Me alcanza el vasito de plástico medio lleno. Me dice que se había preocupado y quería cerciorarse de que iba a estar bien. Que le recuerdo a alguien a quien solía atender su padre en la pollería del barrio. Que me ayudarán. No entiendo, pero, tras seis años en la calle, ese día marca un nuevo inicio. Gracias a un joven, un apéndice roto y una pollería del pasado.

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