La mujer del metro

Linfarra

La mujer del metro


El reloj del andén marcaba las 23:59. Un minuto para la medianoche. Un minuto para el próximo tren.


La estación estaba casi vacía, silenciosa, con esa frialdad que solo tienen los lugares de paso cuando la ciudad duerme. Un hombre de traje revisaba su móvil con el gesto automático de quien ya no espera nada nuevo en su pantalla. Una anciana sujetaba con ambas manos el asa de su carrito vacío, con la mirada fija en un punto invisible. Un adolescente con cascos enormes se sumergía en su propio mundo, moviendo la cabeza al ritmo de una música que solo él podía escuchar.


Marcos suspiró y miró su reflejo en el cristal de una vieja publicidad de perfume. Se vio a sí mismo, con los hombros vencidos por el cansancio, y junto a él… una mujer de vestido rojo y sombrero negro. Su corazón dio un brinco. Se giró, pero allí no había nadie.


Se frotó la cara. Estaba más cansado de lo habitual. No quería volver a casa, pero tampoco tenía otro sitio al que ir.


Entonces, el rugido del tren irrumpió en la estación. Las luces del túnel parpadearon y un viento gélido recorrió el andén, colándose bajo su ropa, arañándole la piel. Las puertas se abrieron con un siseo metálico.


Los pocos pasajeros subieron con la pesadez de la rutina. Marcos los imitó.


El vagón estaba casi vacío. Casi.


En el extremo opuesto, una mujer permanecía sentada. Vestido rojo. Sombrero negro. Su postura era tensa, como si no encajara del todo con el asiento ni con el mundo que la rodeaba.


El tren arrancó con un leve traqueteo.


Marcos se dejó caer en un asiento, frotándose las manos. El vidrio reflejaba su rostro… y el de ella. Pero ahora estaba más cerca.


No la había visto moverse.


Tragó saliva. Un escalofrío le recorrió la espalda. De repente, el aire era más denso, más frío. Sentía la piel erizada.


Cerró los ojos un instante, pero el sonido de un susurro lo obligó a abrirlos de golpe.


—No te bajes.


La voz no era más que un murmullo, pero se le clavó en la nuca como un aliento helado.


El tren redujo la velocidad. La megafonía anunció la siguiente estación, pero la voz sonó distorsionada, inhumana. Las puertas se abrieron con un quejido oxidado. —Marcos vio que estaban en Sagrera. Ya faltaba poco


Nadie subió.


Nadie bajó.


Solo el silencio.


El tren reanudó la marcha. Marcos intentó convencerse de que todo era producto del cansancio. Pero la mujer estaba más cerca. Podía notar su aliento en la mejilla. Un olor rancio, antiguo, como a flores marchitas.


Miró al otro extremo del vagón. Allí estaban el hombre del traje, la anciana y el chico con los cascos. Inmóviles. Con la mirada vacía. Como si no estuvieran del todo ahí.


La siguiente estación apareció en el horizonte. Las puertas se abrieron.


Marcos se puso de pie de un salto. Tenía que salir. Tenía que salir ya.


Pero un hielo le atrapó la muñeca.


—Te dije que no te bajarás.


No era una mano. Era algo peor. Algo sin vida, sin calor.


La mujer alzó la cabeza. Bajo el ala del sombrero… no había rostro.


Las luces parpadearon.


Cuando se encendieron de nuevo, la estación ya no estaba. Solo quedaba el túnel.


Marcos intentó gritar.


El tren aceleró. Más y más.


Y nunca más volvió a parar.

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