Una cabra perdida en el metro.

Linfarra

El metro de Barcelona ha visto de todo. Músicos que desafinan con entusiasmo, peleas encarnizadas por un asiento libre, señores que desnudan su biografía entera a desconocidos sin que nadie se lo pida… Pero aquella tarde, en la estación de Diagonal, lo que apareció fue una cabra.


Sí, una cabra. Marrón, con una campanita colgando del cuello y esa mirada ausente de quien ha tomado el tren equivocado y ya no sabe ni a dónde iba ni por qué.


Los pasajeros se quedaron congelados. Una señora mayor, con reflejos de otra época, se persignó como si acabara de ver al diablo. Un turista, fiel a su misión de documentar lo insólito, sacó el móvil y empezó a grabar.


—¡Esa cabra no ha pagado billete! —gritó un revisor, con la firmeza de quien ha luchado demasiadas batallas contra colados y caraduras.


Pero la cabra, que no parecía dispuesta a discutir sobre normativas de transporte público, subió al vagón con la naturalidad de quien lleva haciéndolo toda la vida. Las puertas se cerraron tras ella.


El tren arrancó.


Los pasajeros intentaron fingir normalidad. Un señor con traje levantó ligeramente su periódico, como si ocultarse tras las noticias pudiera protegerlo de la realidad. Una señora muy mayor con vestimenta juvenil fingió dormir aplicándose eso de: «si lo ignoro, no existe». Un hombre iba ofreciendo mecheros a los pasajeros.


Pero la cabra no entendía de normas sociales. Se subió a un asiento con la determinación de quien sabe que el transporte público es un derecho y, tras un par de giros evaluando el panorama, soltó un balido tan contundente que sonó a: «¡Camarero, la cuenta!»


—¿Pero, ¿qué hace este bicho aquí? —preguntó alguien, sin esperar realmente una respuesta.


—¡Es un experimento social! Con motivo del aniversario del metro, —afirmó un hipster con gafas redondas, grabándolo todo con la pasión de quien se cree a punto de descubrir un nuevo fenómeno viral.


El tren llegó a la siguiente estación. Nadie bajó. Nadie quería perderse el desenlace de aquella historia improvisada.


La cabra, consciente de su audiencia, se situó en el centro del vagón, tomó aire… y empezó a girar sobre sí misma con la solemnidad de un bailarín en trance.


—¡Es un ritual satánico! —chilló una señora, aferrándose al bolso como si fuera su último escudo contra el apocalipsis.


—¡Está eligiendo a su nuevo dueño! —anunció con emoción un friki del fondo, con el brillo en los ojos de quien ha visto demasiadas películas de fantasía.


Carlos, un oficinista agotado que solo quería llegar a casa, sintió cómo la cabra se detenía y lo miraba fijamente.


—No… No… Yo no… —murmuró, con la esperanza de que el destino fuera a escucharle por una vez en la vida.


Pero ya era tarde.


La cabra soltó un último balido solemne y, con la seguridad de quien ha tomado una decisión inapelable, saltó sobre su regazo.


El vagón entero estalló en aplausos.


Carlos cerró los ojos, aceptando su suerte con la resignación de un hombre que ha aprendido a no luchar contra lo inevitable.


—Ya está… ahora tengo una cabra.


Y así fue como el metro de Barcelona ganó un nuevo pasajero habitual. Carlos, el oficinista, y su inseparable cabra.

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