EL ÚLTIMO TREN
El reloj digital del andén parpadeaba: 23:59. Estación Gaudí.
—Seguro que nos metemos en problemas —susurró Vera, abrazándose a sí misma.
—Relájate —respondió Julián, iluminando con el móvil los azulejos polvorientos de las paredes—. Si fuera peligroso, no saldría en la guía. Además, veras como viene lleno de Sagrada Familia.
Vera resopló. Había leído sobre la estación fantasma de Gaudí en un blog de turismo alternativo: un andén nunca inaugurado, atrapado entre las estaciones de Sant Pau-Dos de Maig y Sagrada Familia. Según algunos, en su centenario, el metro ofrecía una experiencia especial: un tren antiguo, un viaje en el tiempo, que se hacía en horario nocturno.
El lugar olía a humedad y óxido. La luz parpadeante apenas iluminaba los carteles gastados. No había turistas. No había nadie… salvo una pareja de ancianos sentados en un banco de piedra.
—No suban a ese tren —murmuró sin mirarlos el anciano.
Julián se rió.
—¿Y si quiero?
El suelo vibró. Desde la oscuridad emergió un convoy antiguo, con faros de gas que titilaban como velas. Era un modelo de los años veinte, de aquellos que recorrieron las primeras líneas en 1924.
—¡Es real! —exclamó Vera.
La puerta se abrió con un chirrido. Julián no dudó y subió.
—Julián… —Vera sintió un escalofrío. Algo en su interior no le convencía del todo, pero su hermano ya estaba dentro.
Entró tras él.
El aire era denso, con un olor rancio a madera vieja y electricidad quemada. Los pasajeros vestían ropas de distintas épocas: una mujer con un mantón antiguo, un hombre con un periódico amarillento, un niño con una gorra de los setenta. Todos miraban al frente.
Vera se sentó junto a una mujer de labios azulados.
—¿Esto es parte del recorrido? —preguntó, nerviosa.
La mujer giró lentamente la cabeza. Sus ojos eran pozos oscuros.
—Es el último viaje.
Julián tragó saliva.
—¿Hasta dónde llega?
—Al final de la línea.
El tren arrancó. Afuera, las paredes del túnel se desdibujaban. No había estaciones.
Julián miró su reflejo en la ventana… y su rostro no era el suyo. Un hombre envejecido, con barba canosa y ojeras profundas, lo observaba.
—Vera…
Ella bajó la mirada a sus propias manos. Arrugadas. Con venas prominentes.
—Nos estamos… haciendo viejos.
El tren aceleró. En la ventanilla apareció el reflejo de los ancianos del andén.
—Es él… —susurró Vera.
—Somos nosotros… —murmuró Julián.
El convoy frenó en seco. La puerta se abrió y los ancianos los llamaron con un gesto.
—Rápido.
Vera corrió. Julián la siguió. Apenas tocaron el andén, el tren se desvaneció como humo.
El reloj digital marcaba 00:00.
Vera y Julián ya no estaban allí.
Pero el anciano suspiró, y miro a la anciana se ajustó el sombrero y esperó.
Dentro de unos años, alguien volvería a subir.