El don

Ágata

Cuando tuve uso de razón, mis padres me contaron la cualidad familiar, que durante generaciones habían mantenido en secreto y me hicieron prometer que no debía desvelar a nadie bajo ninguna circunstancia.


Ese don tenía que estar a salvo de cualquier mirada indiscreta. Aquel poder conllevaba una responsabilidad.


Desde niño sabía que era diferente a los demás, pero sin embargo me costó mucho aceptar aquello, no estaba preparado.


Durante muchos años, pasaron desapercibidos gracias a vivir en una gran ciudad como Barcelona, donde era más fácil, mudando de domicilio de vez en cuando era suficiente.


En el pasado fue más complicado y llegaron a tener algún problema, pero por suerte eso ya no era así.


Pasaron las décadas y la ciudad y yo, fuimos creciendo a la par. Mi querida Barcelona se había convertido en un referente mundial de belleza y modernidad. Era uno de los destinos turísticos más importantes del planeta, un lugar cosmopolita.


Su metropolitano era rápido, eficiente, sostenible y un elemento imprescindible en la movilidad urbana. Ambos habíamos nacido el mismo día y después de más de un siglo seguíamos ahí, ofreciendo lo mejor de nosotros.


Aquella mañana de primavera me disponía a entrar en el vagón del metro, cuando una voz conocida me llamó por mi nombre. Miré hacia ella y una súbita palidez envolvió mi semblante. Su rostro, aunque visiblemente envejecido, aún poseía el magnetismo de antaño. Era Laura, mi primer amor.


Me miró con incredulidad, intentando comprender por qué me veía joven. Mi faz pasó de la lividez absoluta al rubor más intenso. Al principio intenté explicarme, pero apenas unos guturales sonidos inconexos afloraron de mi garganta.


Al cabo de unos segundos que me parecieron interminables, conseguí argumentar un relato creíble.


En realidad no era el que ella creía, era su nieto. El abuelo había fallecido años atrás, de una larga enfermedad.


Vi la tristeza reflejada en su rostro y después de despedirse de mí, me sentí muy mal. 


En momentos como aquel habría dado cualquier cosa por ser un simple mortal, aunque sabía que eso no era posible. 


Bajé del convoy y me dirigí a la salida convencido de que todo en la vida tiene un motivo y aunque en ese momento no le encontrara un sentido, sin duda lo tenía, y seguro que lo mejor estaba por llegar.

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